jueves, 20 de octubre de 2011

Capítulo I


Paredes blancas, estrechas, me encierran como en un laberinto en el que la luz que señala la salida se ve lejana entre las horas. Personas ataviadas con colores inmaculados se pasean de un lado a otro intranquilas, mientras otras, con trajes del color del cielo, miran a la nada intentando que al menos su mente pueda salir de allí. Cada vez que coges aire, un amargo regusto a lágrimas invade todos los sentidos. ¿Es aquello el Cielo? Puedo decir sin miedo a equivocarme que es el Infierno teñido de tonos indefensos.

El rítmico taconeo de mis zapatos negros hace que todo el pasillo enmudezca y me deje paso. La jefa de las enfermeras, quizás más inteligente que el 80% de los médicos de aquel lugar, y mucho más íntegra que el 20% restante, sembraba el respecto entre el resto del equipo del hospital. Aunque seguí caminando indiferente, ajena a las miradas, intentando llevar a cabo mi cometido.
El reloj que se alzaba encima de recepción marcaba las 6 de la tarde de un martes de invierno en el que estar allí encerrada era como estar en un mausoleo. Me tocaba darles las medicinas a los enfermos de mi planta. Empujé el carrito que las portaba, a la par que algunas jeringuillas, y resto de material de diagnóstico, sacando fuerzas de la nada. Quizás era cosa mía o pesaba más que de costumbre. Seguramente era porque aquella era una de las partes que más odiaba del día.

Tras comenzar a hacer la ronda, me detuve enfrente de la habitación que estaba en medio del pasillo. La 150. Sabía con certeza que en esa habitación había ingresados un niño y una niña. No estoy segura, pero juraría que eran parientes. Primos, o quizás hermanos, más que nada por el parecido físico. Reveses del destino, supongo. Lo que sí sabía, de muy buena tinta, era que todos los niños de la planta se reunían en aquella habitación todas las tardes para jugar, casi siempre a las chapas. A veces traían un balón y jugaban al balonmano o al fútbol, aunque se arriesgaban a llevarse una buena bronca por parte de algún médico, o mía. Aún así, los comprendía perfectamente. Es desesperante ver cómo los días se escapan por la ventana entreabierta de la habitación. Entré, tras golpear un par de veces la puerta. Efectivamente, una manada de niños, en corrito, jugaban a las chapas. Aunque aquel día vi algo inusual. Entre los niños, de espaldas a la puerta, había una persona más mayor, que chocaba las diez con uno de ellos, seguramente por haber ganado una ronda. Carraspeé fuerte, para que me prestasen atención.

-Venga, niños, a la cama. Es hora de las medicinas.

Se dieron todos la vuelta para mirarme, incluido el desconocido huésped. Era un joven, de edad comprendida entre los veinte y muchos y los treinta y tantos. Tenía la piel increíblemente blanca, quizás más que cualquiera de los niños que estaban con él, o que la mía. Sus ojos eran de un verde intenso, que se entremezclaba con un azul del color del mar, hasta formar en su iris un remolino hipnótico, que me hacía mirarle fijamente, sin poder apartar la mirada. No tenía pelo, evidentemente, como ninguno de los que estaban en aquel pabellón, mas sus cejas eran de un color castaño oscuro. Iba ataviado con un pijama de dos piezas propiedad del hospital, color turquesa. Se cubría la cabeza con un gorro de lana negro, seguramente suyo, que se atusó un poco para intentar colocarlo bien. Soltó un sonoro suspiro de resignación, levantándose del suelo y saliendo por la puerta. Recuerdo que me rozó con un brazo al salir, provocando que mi vello se erizara. Intercambiamos una mirada. Me sonrió, antes de irse, y yo le dediqué una sonrisa recíproca, antes de escuchar los silenciosos pasos de sus pies desnudos dirigiéndose a su habitación.

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“Habitación nº 200” leí en el letrero que se alzaba encima de la puerta. La última habitación de la planta, la que estaba al final del pasillo. Tenía anotadas a dos personas que seguían tratamiento de quimioterapia, al igual que la gran mayoría de los pacientes de mi pabellón. Recordé que hacía apenas unos 5 días una paciente de aquella habitación había fallecido. Era una mujer de unos 40 años, aquejada de cáncer de colon. Me cuestioné si quizás el hombre que estaba con los niños estaría allí ingresado. Tragué saliva, y me atreví a girar la manilla de la puerta. Efectivamente, un biombo amarillo entreabierto separaba a una anciana y a él, al joven de los ojos verdes, los cuales volvió a clavar en mí con curiosidad, para posteriormente seguir mirando por la ventana, ajeno a mi presencia. Le las pastillas a la señora, para posteriormente acercarme a su cama.

-Paciente 2.074.-musité.-Su medicación.

-¿Paciente 2.074? ¿Acaso no sabe mi nombre?-alzó una ceja.

-Bueno…no, señor,-me ruboricé, avergonzada.-como ve, no puedo aprenderme el nombre de todos los residentes.

-Pero el mío sí.-me miró, sonriendo pícaro.

Esbocé una sonrisa, poniéndome a su nivel.

-Pues dígame entonces cómo se llama.

-Investíguelo.-cogió sus pastillas y el vaso de agua.-Si no, no tiene gracia.-susurró, con una voz grave e insinuante.

Me di la vuelta y me fui de la habitación, completamente ruborizada. En cuanto cerré la puerta, me dirigí a la sala de los expedientes. Necesitaba saber quién era él
.

3 comentarios:

  1. Ella necesita saberlo y yo también D: Un capítulo que pone los pelos de punta para empezar :3

    Sigo leyendo...

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    1. Muchísimas gracias, Ikana ^^ encantada de tener una nueva lectora! Chequearé ahora mismo tus blogs!

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    2. Ñee, no es necesario que me sigas si no te gusta alguno de mis blogs, en serio ^^U Es que me gusta mucho como escribes y hacía tiempo que buscaba un bloggero/a que escribiera >////< Tienes mucho arte en esto de las palabras ^^

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