jueves, 20 de octubre de 2011

Capítulo IV

Tenía los ojos cerrados. Sí, los tenía cerrados cuando me acerqué a la cama de él. Su cabeza estaba ligeramente ladeada, orientada hacia la feble luz cenicienta que irradiaba la ventana, debido al cúmulo de nubes que descargaban su llanto sobre el hospital. Las facciones de su rostro eran afiladas, debido a su delgadez, y su piel se dibujaba de un color blanco mate, sumida en la oscuridad de la habitación. Busqué por aquel destello verdoso que palpitaba intermitentemente en sus ojos, mas no lo encontraba, seguía sin encontrarlo. Me fijé en sus brazos. Atravesando el ojo de la serpiente, tenía una vía de suero, que se introducía en las venas que enroscaban sus marcados huesos, que conformaban toscas y a la vez gráciles sombras en su fisionomía. Me arrodillé al pie de la cama. Vi con total claridad, teniendo como fondo las cortinas amarillas, cómo su pecho se alzaba poco a poco, y luego lentamente iba bajando. Coloqué una mano en su hombro y lo moví de un lado a otro, suavemente. Acerqué mi rostro al suyo, notando el aliento que desprendían sus labios bajo mi nariz.

-Sergey, despierta. Tienes que ir a radio.

Entreabrió sus ojos, tras parpadear unas cuantas veces. Sintió mi proximidad y sonrió como solía, recortando distancias, al menos entre su corazón y el mío.

-Quién se despertara así todas las mañanas-susurró, estirando hacia mí sus largos dedos y deslizándolos por mi mejilla, al igual que lo hacía por el cristal de la ventana.-Escuchando tu voz.

El contacto con su piel hizo que la mía se encendiera, aunque procuré, sin mucho éxito, disimularlo. A pesar de eso, nadie me borró la sonrisa de la cara. Sergey apartó las sábanas de su cuerpo y se giró hacia la mesita, cogiendo su gorro de lana negro y colocándoselo sobre la cabeza, en un impulso coqueto, o quizás de timidez ante su aspecto actual. Posteriormente se erguió y echó a andar hacia la puerta.

-¿A dónde vas?

-A radio.-me contestó, dándose la vuelta.- ¿No era que tengo que ir?

-Sí, pero… ¿No esperas por nadie?

-¿Por quién quieres que espere?

-No sé, pensé que te acompañaría algún familiar o… tu pareja.-me ruboricé de nuevo al pronunciar la última palabra.

Sergey negó con la cabeza.

-No tengo familia, Sabela. No tengo a nadie.-suspiró.- Además, estoy soltero y sin compromiso.-pronunció aquella frase insinuante, sonriendo.

-¿A nadie? ¿Entonces cómo acabaste aquí desde Rusia?

-Quería irme lejos. Me paré aquí como pude haber parado en Francia o en Portugal.-se encogió de hombros.-Me detuve por no seguir andando, eso es todo. Estoy solo en el mundo, no hay nada ni nadie que me ate a ningún sitio.

Tragué saliva sonoramente al escuchar las palabras del desarraigado joven. ¿De verdad querría que echase raíces aquí, junto a mí? Sonaba descabellado, mas comencé a arar la tierra en la que estas crecerían, poco a poco, a medida que mis palabras se desprendían de mis labios y volaban hacia él.

-Espera.-di un paso hacia delante.-Voy contigo.

-¿Y eso por qué?-alzó una ceja extrañado.

-Pues porque no quiero dejarte solo.-seguí acercándome a él, taconeando con fuerza para reformar mi afirmación.

-¿Por qué ibas a preocuparte por mí? Tú eres una enfermera, no sé, tendrás a un montón de gente a la que atender.

-Escucha, Sergey, tanto en la facultad como aquí en el hospital, y en otros muchos hospitales, todo el personal te repite siempre la misma canción, que ya comienzas a dar por supuesta: “No te involucres; si te involucras con un paciente dejarás que los sentimientos nublen tu juicio y no puedas actuar con criterio.”-dirigí mis manos hacia las suyas, rozándolas, sin apartar la mirada.-Desde el momento en el que me aprendí tu nombre, dejé de verte como un número, un paciente al que hay que curar, y comenzaste a ser Sergey Valo, una persona, con pasado, con presente, con futuro, con sentimientos, con inquietudes, con sueños, comencé a involucrarme contigo. Ahora que el error está hecho, ¿qué más da equivocarse un poco más? Ambos sabemos que no podemos volver atrás.

Asintió, dándome a entender que entendía la gravedad de la situación. Se mordió los labios, dejando que me embebiese su mirada, creándose en ellos unas pequeñas heriditas rojizas. La proximidad de nuestras bocas, el calor de su respiración, provocaba en mí unas insoportables ganas de besar aquellas heridas, saborear su sabor salado, férreo, a la vez con un regusto dulzón. Pero no. No podía. No debía. Le cogí de la mano y tiré de ella, intentando encauzarlo hacia la sala de radioterapia.

Llegamos a la planta baja. En los bancos, montones de personas con aspecto enfermizo, algunas sin mucho cabello, o calvas como Sergey, nos miraban con curiosidad, mientras pasábamos entre el tumulto hacia la estancia misma del tratamiento.

-¿No tenemos que esperar?-preguntó.

-No, tú tienes preferencia.-le miré, sonriendo.-La ventaja de ser residente.

Cruzamos las inmensas puertas blancas, pesadas, metalizadas, que separaban aquella grotesca máquina del exterior. Un grupo de médicos me miraron de forma extraña, pues no me tocaba estar allí, mas ninguno se atrevió a decirme nada, excepto la doctora Cambón, siempre tan considerada con sus compañeros.

-¿Qué es lo que haces aquí, López?-me preguntó, con un gélido tono de voz. Solo ella en todo el hospital me llamaba por el apellido.

-Vengo a acompañar a este paciente. He acabado la ronda y él me ha pedido expresamente que venga.

Comenzaba a ponerme tensa, mas si Sergey me daba el visto bueno, Cambón no podía hacer nada. La palabra del paciente es la palabra de Dios.

-¿Es eso cierto?-se giró hacia él, edulcorando algo el tono, mas sin perder la actitud seca y cortante.

Sergey asintió con la cabeza. Por su cuello se deslizaban un par de gotas de sudor, al tiempo que su piel se iba tornando más y más pálida. Aplaqué mis impulsos de cogerle de la mano. No podía dejar que la doctora sospechase ni lo más mínimo sobre mi error. Alzó una ceja, altiva, y dejó que pasara con él a la sala.

-Pero salga deprisa.-me ordenó.

Le dije que sí, obediente, mientras le acompañaba hacia la máquina. Todavía recuerdo lo grande que era. Muchas veces había visto máquinas de radioterapia, pero aquella me parecía más descomunal de lo habitual. Quizás era porque sabía que Sergey iba a recibir radiación de aquel bicho de metal blanco. Lo acostaron en una camilla, haciendo que adoptase una posición adecuada. Él la tenía tan mecanizada que los enfermeros no tuvieron que corregirle. Me dejaron un momento a solas con él. Agradecí aquel breve tête a tête, aunque solo durase la pronunciación de unas pocas palabras cada uno.

-Dios, me siento como un crío que ha hecho una travesura.-susurró, riéndose en voz bajita.

Era cierto. Solo el hecho de involucrarme de aquel modo, de enfrentarme a la doctora Cambón, ya era, al menos para mí, suficiente desobediencia hacia mi código moral.

-Y yo.-sonreí, murmurando.-Mira, me late el corazón a cien por hora.-tomé su mano y la acerqué a mi pecho. Sus nudillos chocaron contra mis costillas suavemente, sin hacerme daño.

-Y el mío también.-giró la muñeca para agarrar mi mano y dejarla muy cerca de la marquita azul. Noté aquellos furiosos golpes contra la palma, contra las yemas, una y otra vez. Al mismo ritmo que el mío.

Intercambió conmigo una mirada cetrina, sin que fuese capaz de retirar mis dedos de su pecho. No había miedo dentro de él, ni ningún tipo de nerviosismo. Se enfrentaba a aquel grotesco aparato blanco como se enfrentaría a un animal domado; con serenidad, seguridad, firmeza, quizás con algo de resignación. Ya tenía mecanizado su comportamiento ante aquella situación; hasta su expresión se mostraba fría, casi irreal. Quizás su aparente calma era solamente un biombo que ocultaba su verdadera preocupación; tenía dentro de él una especie de garrapata que succionaba furiosamente todo buen pensamiento, toda sonrisa, toda alegría que tuviese cabida en un ser humano. Le iba arrebatando lentamente, casi sin que él se diese cuenta, lo poco que necesitaba en aquel momento, iba arrasando con sus deseos, reduciéndolos a cenizas negras como la propia muerte, a despojos tan solo. Y callaría, de un momento a otro, el latir de su corazón, como si de una vela se tratase, como si de un suave soplido lo extinguiese, lo apagase, lo detuviese. Aparté las manos de su pecho con dificultad, procurando no seguir cayendo en conjeturas. Sergey volvió a sonreír, reteniéndome un momento más.

-Un beso de buena suerte.-susurró.

Innegables las tentaciones. No puedo evitar pensar que el aquel momento le habría abrazado, habría buscado refugio entre las escamas de aquella serpiente, habría besado sus álgidos labios hasta cortarle la respiración, sé que lo habría hecho. No. Tan solo era un error. Me incliné sobre él y aparté el gorro lo suficiente para dejar su frente al descubierto, aproximé a ella mis labios y le imprimí su calor. Cerré los ojos. Él también los había cerrado. El único sonido que escuchaba era su aliento, que se escapaba de su boca entreabierta, furtivamente. Lo interrumpí con el leve chasquido que finalizaba el beso. Fue entonces cuando hice un esfuerzo por dar media vuelta e irme.

Un sonido extraño, como un estentóreo rugido, salió de la maquina. Un grueso cristal nos separaba a la doctora y a mí de él, que estaba expuesto a la agresiva radiación que emanaba aquella fiera metalizada. La marquita de su pecho… Ahí era donde se la aplicaban, justo en ese punto, donde estaba el tumor. La palpé, palpé la señal azul. Estaba debajo del pezón izquierdo, justo debajo, cerca de donde había sentido su corazón a través del estetoscopio. Era como si la notase a través de la camisa del pijama, sin apenas vislumbrarla. Las porosidades de la tinta, el tacto suave, mucho más que en cualquier otra parte de su cuerpo, la excitación de los poros de su piel cada vez que rozaba aquella zona. Y si me fijaba, sólo si me fijaba, sólo si cataba con la suficiente atención, notaba aquel jodido bultito, casi imperceptible. Solo antes de traspasar aquella puerta de hierro, mientras posaba mi mano en su pecho, y él dejaba la suya sobre la mía, lo había sentido. “No vas a poder con él, cabrón” me repetía una y otra vez mentalmente, mientras aquella máquina seguía funcionando “Sergey es mucho más fuerte que tú, hijo de puta, no vas a poder con él”. Contuve las lágrimas. Logré hacerlo hasta que lo vi salir, acostado en la camilla. Esperé pacientemente a que traspasase la puerta. Me saludó con una sonrisa. Le recibí con una alegría triste. Le acompañé a la habitación sin mediar palabra.

Nos vimos arriba. La puerta cerrada a cal y canto. La señora de la cama de al lado, inmersa en la lectura de una revista de la prensa rosa. Le miré. Él me miró. Necesité abrazarle. No quise. Solamente dejé caer mi cabeza ladeada sobre su pecho, estando arrodillada al pie de la cama. No quise notar aquel puto bulto otra vez, no me vi con fuerzas. Ni siquiera rocé su pecho izquierdo más que con alguna de las puntas de mi pelo. Noté cómo se elevaba, alzando mi cabeza con él, y luego bajaba, muy lentamente. Apoyó una de sus manos en mi nuca, para aproximarme más.

-Qué cariñosa estás hoy, enfermera Sabela.

-No estoy cariñosa. Solo pensativa. Supongo.

-Pues a mí me gusta que estés así mimosa.-enredó mi cabello entre sus dedos, reiterando el gesto de atraparlos y dejarlos escapar.

-¿Acaso estás falto de mimitos?-susurré, sonriendo, bromeando.

-Nah.-respondió, con indiferencia. Mas añadió al final:- Aunque tampoco están de más. Y menos si son de una chica guapa.

1 comentario:

  1. Cruzo los dedos para que Sergei viva y desaparezca ese maldito cáncer >////<

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