sábado, 28 de enero de 2012

Capítulo XII


Era una música fuerte y lunática. Envolvía todo el interior de la habitación, resultando mismo insoportable, mas indescriptiblemente tierna. Asomé la cabeza por la puerta, el resto del cuerpo vino después. Oteé todos y cada uno de los recovecos de la estancia, intentando adivinar la procedencia de la música. Era de unos conocidos dibujos animados, de eso no tenía la menor duda, los niños de la planta solían verlos más o menos a aquella hora. Las cuatro de la tarde. Ladeé la cabeza, escudriñando esta vez el espacio en el que estaba internada la compañera de habitación de Sergey. Las cortinas estaban cerradas; la mesita de noche vacía, sin ninguna Biblia ni ningún otro objeto; la bacinilla que antaño había estado repleta de vómito sanguinolento, espeso, completamente líquido, estaba pulcra y limpia, relucía su blanquecino esplendor; la cama hecha, con las sábanas cambiadas, almidonadas, la almohada bien colocada, mudada de funda. Solamente faltaba alguien. Tragué sonoramente saliva, reprimiendo una lágrima, quizás un grito, ansiando llegar lo más pronto posible al lado de Sergey. Me aferré a la cortina amarilla con ambas manos. Tenía miedo. Sí, otra vez aquella sensación que había comenzado a aflorar en mi interior con más fuerza que nunca tras haberme enamorado de él. Miedo. Pánico acaso, tener que volver esta vez a enfrentarme de nuevo a la realidad cruda, desagradable, amarga, nauseabunda. Se acabó. Mi mente volvió a repetir aquellas palabras, producidas con su voz grave y ronca. Ya no hay más quimio. Cerré los ojos fuerte. Joder, cállate, no, no, no, cállate. Digamos que tampoco tienes demasiadas ganas de hacer nada después de que te hayan calificado como “caso perdido”. Puto Domínguez. Mato a ese cabrón, lo mato, lo mato. Que intente volver a decirle eso. Él no era ningún caso perdido, ni ningún paciente 2.074. Era Sergey Valo, mi Sergey Valo, sólo mío y de nadie más. ¿Nadie?...Corrí la cortina suavemente en tanto que abrí los ojos con brusquedad.

-¡Ah!-aquella voz…

Gloria pegó un respingo, aferrándose con más fuerza al pijama de Sergey, escondiendo su rostro con el cuerpo de él, aunque dejando los ojos al descubierto para poder mirarme.

-Tranquila.-me apresuré a decir.-N…No voy a hacerte nada. Puedes seguir aquí.

Ella suspiró suavemente, visiblemente aliviada, dejando su rostro al descubierto; su cabecita calva, sus ojos azules, llenos de vitalidad, curiosos, su nariz pequeña y algo chata y sus orejitas respingonas, que se apresuró en volver a apoyar sobre el pecho de Sergey, mirándome atentamente. Ahora cobraba sentido lo de los dibujos animados. La televisión de la habitación estaba encendida; seguramente Gloria había querido volver a aquel lugar para paliar su soledad. En un acuerdo tácito, ambas orientamos nuestra mirada hacia Sergey. Me torné pálida por un momento, sin siquiera fuerza para poder moverme. Mi respiración se ejecutó trémula, aterrorizada; no daba crédito. Él estaba tumbado en la cama, con la cabeza ligeramente ladeada hacia el otro lado, hacia la ventana. No, no, no, no. Pensé, y entonces sí que estuve a punto de gritar, entreabrí los labios levemente, esbozando una expresión de terror. Escuchamos ambas entonces un suspiro, procedente de los labios de Sergey. Gloria sonrió. Ella ya lo sabía; estaba dormido. Yo también suspiré, pero de alivio; las muertes que habían precedido aquel día me causaban malas pasadas. Me acerqué lentamente, fijando la mirada en el cuerpo de él, instintivamente en su pecho, sobre el cuál se encontraba la niña, abrazándolo; noté que se movía con suavidad, lo que provocó otro suspiro por mi parte. Me digné a volver a hablar, observando de nuevo los ojos azules de Gloria.

-Oye, ¿desde cuándo está dormido?

-Lo estaba cuando yo llegué.-me aclaró, pegando la mejilla sobre sus costillas con más ahínco.

Intentando ante todo no alarmar a Gloria, me senté al borde de la cama, colocándome muy cerca de la cabeza de Sergey. Aquella proximidad, me hacía poder sentir sus leves ronquidos, no demasiado estentóreos, que sonaban como un ronroneo, sofocándose con una fuerte espiración. Instauré mis dedos en su antebrazo, remangándole el pijama; iba buscando algo fijo y eso fue lo que encontré. Un pinchazo reciente, de un diámetro medio, correspondiente a un ansiolítico, atravesaba su vena dilatada, la cual recorría el brazo de arriba abajo, como si estuviese partiéndolo en dos. Cerré los ojos fuertemente, suspirando de manera profunda. Por un momento me había parecido sentir todo el dolor que debió haber sentido él para que tuviesen que tuviesen que inyectárselo; la simple imagen, una enfermera colocándole una mascarilla oprimiéndola para intentar inmovilizarle y otra inyectándole el medicamento, me producía auténtico pánico, mismo me hizo abrir los ojos casi de manera súbita, para intentar que mi mente no volviese a visualizar aquel horror. Aquel jodido horror en el que tantísimas veces había tenido que tomar parte. Deslicé muy suavemente los dedos hacia su pecho, intentando que los notase, mas procurando no despertarlo. Aunque, si el ansiolítico era potente, seguramente pasase lo que pasase permanecería dormido; tal y como dormía él, como un ángel. La luz de la ventana, tan mórbida y acromática, iluminaba la piel de su rostro como una caricia, confiriéndole un color blanco mate. Por el contrario las sombras perfilaban grácilmente las líneas de sus mejillas, resultado de su enfermiza y crónica delgadez, rodeando el contorno de los ojos para resaltar las bolsas y las ojeras que poseía a causa de no poder dormir bien. Su labio superior fino, el inferior ligeramente más carnoso, se separaban levemente entre sí, se entreabrían, para dejar escapar el aire de lo más profundo de sus pulmones, provocando un prolongado ronquido al aspirarlo. Su nuez, bastante pronunciada en su largo y un tanto grueso cuello, del que sobresalía una hinchada vena, en aquel momento mucho más contraída por la disminución de su ritmo cardíaco, se convulsionaba lentamente al respirar, repitiéndolo de manera brusca al tragar saliva. Con la otra mano, le coloqué bien la mascarilla y alcé un poco su barbilla para facilitarle la respiración; noté cómo sus ronquidos se suavizaban. Mis dedos recorrían con especial mimo, derramando en cada movimiento un infinito cariño, su pecho izquierdo. Rodeé su pezón a través del pijama, procurando no tocarlo al ser una zona hipersensible, y poder con eso despertarlo o tal vez incomodarlo. Mis yemas se toparon bruscamente con el bulto que guardaba dentro de sí el tumor que le estaba arrancando la vida, aunque sabía que iba a notarlo; quizás por eso lo acaricié en aquel punto concreto de su cuerpo. Lo inspeccioné a través del tacto, pasando los dedos por encima de él, esta vez sin pudor alguno. Estaba duro, jodidamente consolidado bajo su pezón izquierdo; era bastante grande, aproximadamente de unos tres centímetros, aunque sabía perfectamente que se prolongaba hacia abajo, hacia sus pulmones, que los desgarraba, los devoraba con fiereza, con crueldad. Puto amasijo de células, malditas inesperadas mutaciones. En aquel momento comprendí la impotencia de las personas que acompañaban a los residentes de aquella planta; ojalá, y en aquel momento si pudiese lo haría, fuese capaz de arrancarle ese jodido monstruo de las entrañas, hacer que se le pasara de una vez el dolor, que volviese a respirar bien, lejos de cualquier mascarilla, desvinculado de cualquier hospital. Volví entonces al mundo real. Gloria se había separado de su pecho al notar mis movimientos, y me observaba curiosa, como intentando indagar qué estaba haciendo; Dios sabe qué estaría pensando. Aparté las manos de este, dejando que su pequeño oído volviese a recostarse sobre él en un ademán cariñoso, sin pensar en el bulto siquiera, seguramente sin pararse a notarlo, tan solo buscando comodidad.

-¿Otra vez pesadillas, Gloria?-susurré, intentando sonsacarle el motivo de su visita.

-No. Sólo tenía ganas de verle.-me confesó, despreocupada, aferrando una de sus pequeñas manos a su camisa de pijama.

-Eres la niña de sus ojos. No sé si te lo habrá contado, pero te adora. De verdad que te adora.-reiteré. El comportamiento de Sergey con ella siempre me había parecido una viva estampa paternal.

-Yo también le quiero mucho a él.-respondió, alzando la mirada para poder escudriñar su rostro. Pegó la mejilla con más ahínco en su pecho.-Es como un hermano muy mayor.-no pude evitar esbozar una sonrisa ante aquel “muy”.- Casi, casi como un papá. Siempre ha sido muy bueno conmigo.

Nos sumimos en un breve silencio. Hasta que ella pudo replicarme.

-Él también te quiere mucho. Siempre quiere que vengas a verle, y siempre te da besitos. ¿Sois maridos?
Esa última pregunta me hizo sentirme extraña. Por un lado, mi corazón se encogió, por la mera idea de que Sergey y yo pudiésemos algún día contraer matrimonio, por el mero hecho de que no, no nos daría tiempo. Por otro, contuve una leve risita; seríamos marido y mujer, no maridos.

-¡No!-me apresuré en contestarle, alzando la voz. Bajé el tono levemente.-No, no, no. Sergey y yo somos novios.

-¿Qué son novios?

-Pues…-alcé la mirada.-Es como estar casados…pero sin habernos casado.

-¿Y por qué no os casáis?-insistió, esbozando en su rostro una mirada vidriosa.-Podríais hacerlo aquí mismo. Tú irías muy guapa, con un vestido de princesa, y yo te lo llevaría para que no se manchara, y…Y Sergey iría con la ropa del hospital.-se acercó a mí para susurrarme, en tono confidencial.-Las señoras viejas son malas y no le dejarán vestirse de novio.

Reí levemente, para adoptar acto seguido un rostro irradiante de ternura. Desvié la mirada para observar de soslayo a Sergey, sumido en el dulce sueño que le producían los medicamentos. Quizás él también soñaba con aquel casamiento, con el pasillo revestido de flores y velos blancos, igual que mi vestido, con una kilométrica cola, con un escote delicado y un corte grácil, estilizado, un vuelo etéreo. Y él con el mismo pijama turquesa, con el nombre del hospital grabado a fuego sobre el corazón. Intercambiaríamos las miradas, un vistazo recíproco como los que tantas veces nos habíamos dedicado, y nos dirigiríamos al final juntos, a que nos casase el sacerdote de los enfermos. Cuánto le besaría, en presencia de los médicos, de los enfermos, los niños, indiferente, me daría igual. Se sucederían los besos, o uno se haría eterno, intenso, extenso como el tiempo en sí mismo. Intercambio de fluidos, intercambio de respiraciones, intercambio de esencia, de ser, de sustancia. Por una vez el fin estaría muy lejos, tan lejos que ni llegaría a tocarnos. La enfermedad, el cáncer, su presencia sería por una vez tenue, imperceptible, impensable. Por una vez podríamos mirar hacia delante sin anclarnos en el presente, podríamos planificar, soñar, amarnos, sin nada que nos reprimiese, que nos atase, que nos hiciese daño. Que nos produjese tanto dolor. Sí, sé que si lo hiciésemos, Sergey no sufriría entonces todo aquel tormento; su propio cuerpo, su enfermedad, el maldito cáncer le daría una tregua, un descanso, el tiempo que durase decir dos palabras. Sí y quiero. La duración del beso. Quizás también le dejaría respirar tranquilo el tiempo que durase un abrazo, infinidad de caricias tímidas, ejecutadas con la punta de los dedos, por miedo a que el otro no corresponda; una inmensidad de besos cortos por sus mejillas consumidas, por sus huesos tan finos, sentir en mis labios el roce de su piel tersa. Reprimiría las ganas de llorar, o quizás lo haría por primera vez de felicidad. Y volvería a abrazarle. Y cada latido que golpease mis oídos, cada latido de su corazón, sería un instante más juntos. Juntos, sin nadie que nos separase. Ni nada. Nada. Nada.

-Hm…-escuché un suave gruñido cerca de mi oído, acompañado de un suspiro fuerte.

Giré la mirada hacia la cama de nuevo, tras haberla sumido entre las sábanas largo rato. Sus párpados se entreabrían y cerraban varias veces, dejando sus ojos verdes a la exposición de la luz. Torció los labios en desacuerdo, incomodado al notar la mascarilla sobre su nariz y boca, chocando con ellos contra las paredes de plástico. Orientó la vista hacia su pecho, donde seguramente notaba una dulce presión. La cabecita sin cabello de Gloria seguía acostada allí, medio adormilada, mirando los dibujos de soslayo. Sergey sonrió suavemente, estirando sus dedos para rozarle la nuca, procurando llamar su atención. Su voz sonaba amordazada, muy apagada, debido a la presencia del aparato, aunque Gloria, al igual que yo, supo interpretar sus palabras exhaustas.

-¿Qué haces aquí, pequeña?

-Vine a ver los dibujos contigo.-respondió, separando la cabeza de su cuerpo, más sin soltar la camisa de su pijama. Se colocó de rodillas sobre la cama, a su lado, tirando un poco de él para mandarle incorporarse.

-¿Y qué dibujos…-hizo una pequeña interrupción para satisfacer los deseos de la niña, sentándose en la cama emitiendo un leve gruñido.-estabas viendo?

-¡A Bob Esponja!-se apresuró en exclamar, tirando de nuevo de su camisa de pijama para captar su atención.

Su vista cansada se deslizó hacia la televisión esta vez, soltando un fuerte suspiro por la nariz. Efectivamente, el archiconocido programa que todos los niños de la planta veían. Esbozó una muy suave sonrisa, en tanto Gloria se giraba hacia la televisión, perdiéndose entre los vivos colores de los dibujos. Fue entonces cuando Sergey se percató con una simple mirada de que yo estaba allí. Ensanchó ligeramente su sonrisa. Aquellos ojos no me dejaban lugar a dudas; la posición de los párpados, entrecerrada, el brillo en el centro de la pupila. Me había echado de menos. Y yo a él también, muchísimo. Volvían a echar más capítulos de la serie, y la pequeña cantaba animadamente la canción introductoria. Sergey se rió levemente, haciendo que la máquina produjese un sonido mecánico y gutural al procurar recuperar el aliento.

-Gloria, Gloria.-murmuró entre risas febles, abrazándola por detrás.-Vamos a hacer una cosa.-al decir esto, ella se volteó hacia él, apoyando la cabeza sobre su hombro.-Mira, Isabel y yo tenemos que hablar de cosas de mayores, así que en cuanto acabemos de hablar, voy a tu habitación, y vemos los dibujos juntos. ¿Te parece bien?

Asintió varias veces ilusionada, plantándome un fuerte beso en la mejilla. Le propinó con un sonoro beso sobre la mascarilla, riéndose después de manera pilla tapándose los labios. Se bajó de la cama de un salto y se marchó corriendo de la habitación, con una actitud divertida y aniñada, cerrando la puerta al salir.

-Mi amor.-inicié la conversación en un susurro, repitiendo ese mote que él me había puesto la otra vez. Volteó hacia mí la cabeza, sonriendo ampliamente.- ¿Cómo te encuentras?-proseguí.

-Bien, no hay queja.-arqueó ligeramente la espalda, para poder estirarse como un animalito, provocando un leve chasquido en una vértebra.- ¿Y tú?

-Pues bien también.-carraspeé sonoramente, intentando buscar escusa para hablarle de lo que había visto.-Oye, Sergey, ¿qué te han inyectado en el brazo?

-Ah.-desvió la mirada hacia el lugar en cuestión, donde estaba la marca gruesa de la aguja.-Algo para dormir.-Sabía que iba a seguir preguntándole, por lo que se apresuró en contestar.-Le mandé yo a la enfermera que lo hiciese.

-¿Tanto te dolía?-musité, dejando al descubierto enteramente mi preocupación, frunciendo el ceño en el acto.

-Digamos que no pasé una buena noche.-murmuró en respuesta, procurando no inquietarme demasiado.- ¿Qué hora es?-miró hacia los lados algo confuso, buscando un reloj.

-Son las cuatro y pico. ¿Cuánto llevas dormido?

Se quedó un rato en blanco, calculando mentalmente, con la mirada clavada en mis pupilas.

-Unas doce horas.-sonrió ampliamente.

Yo en cambio fruncí los labios. Intenté en vano imitar su risa, mas me detuve a cavilar. Un ansiolítico que tenga la suficiente potencia para tumbar a una persona durante doce horas suele utilizarse en los casos en los que el dolor o mismo el miedo a padecerlo roza la crisis nerviosa. Seguramente se trataría de morfina. El siguiente paso serían los parches de fentanilo, 50 veces más potentes. Sin moverme de donde estaba sentada, deslicé los dedos por su mascarilla, tamborileándola muy suavemente con las yemas, excitadas y despiertas como nunca.

-Me gustaría saber-murmuré, en un tono mitad irónico mitad consternado.-qué es lo que entiendes tú por “mala noche”.

-Pues eso mismo. No era capaz de dormir, me encontraba incómodo, así que les pedí que me diesen algo.-se encogió de hombros, intentando otorgarle la mayor normalidad al asunto.

En poco tiempo hablando con él, pocas semanas, me percaté de que su orgullo le hace tragarse las quejas hasta el punto de no admitir que se lo había pedido a punto de llorar del dolor y de la rabia, aún a sabiendas de que él no lloraba. Procuré no volver a sacar el tema, sellándolo con un suspiro, en tanto que comenzaba a acurrucarme a su lado, aunque sin subir los pies a la cama. Me rodeó con un brazo, acariciando con él mi espalda, volviendo otra vez a esbozar aquella sonrisa tan dulce.

-¿Qué te ha dicho el médico?-le pregunté, aparentando hacerlo por no permanecer en silencio, quitándole importancia.

-Pues como siempre.-se rascó levemente tras su oído izquierdo antes de seguir hablando.-Dice que el tumor ha avanzado hacia el hígado y la garganta, y me está causando algún que otro quebradero de cabeza, pero no es nada.-se apresuró en añadir esta última frase, mientras se giraba para rozarme la mejilla con la mascarilla muy suavemente. Ese era su beso.

-¿Y cómo tienes el corazón?-murmuré. Recordé aquella vez cuando había ido yo a hacerle la revisión debido a la vagancia ingénita de Domínguez, y mis palabras, que su corazón estaba bien, y él me sonrió, como lo hizo en aquel momento, aunque esta vez con un ápice de complicidad y una pequeña dosis de picardía.

-Compruébalo tú misma.-Las yemas de sus dedos danzaron por uno de los botones de la camisa del pijama, desabrochándolos todos muy poco a poco, tarareando, procurando aguantar la risa.- Chariro chariro.

Me tapé la boca con una mano, estallando en carcajadas. Sé que eso era lo que quería, me preocupaba demasiado, ya me lo había advertido alguna vez, quizás no con palabras, mas sí con gestos. Mientras él se mantenía tan alegre, tan vital, parecía ser yo la que me iba muriendo. Arrastré el trasero para poder colocarlo a la altura de su cintura, colocando las manos sobre su pecho para abrirle la camisa lentamente, alternando con él una mirada pícara.

-Ojalá tuviese un par de billetes sueltos.-bromeé, provocando que esta vez él también se riera. Cuanto más escuchaba aquella risa, más y más me enamoraba de él.

Busqué confort para mi espalda, colocando paulatinamente mi cabeza sobre sus costillas. Una de mis manos se instauró en el costado, para ayudarme a sujetar su cuerpo extremadamente delgado, casi al borde de la anorexia. Mi oído oteó varios lugares de su pecho, donde solamente se escuchaba un feble eco ensordecido por el fluir de mi sangre y por su profunda respiración.

-Con el estetoscopio era mil veces más fácil.-murmuré en tono de queja, procurando no hacerme daño con sus afilados huesos, ni provocarle a él malestar.

-Si quieres se lo voy a mangar a Domínguez. Debe ser la hora de su café.

Soltamos ambos a la vez una leve carcajada. En ese momento, con el movimiento que entonces ejecuté, di con el lugar exacto. Tan cerca de aquel jodido bulto que hasta me daba ganas de arrancarlo de raíz. Cerré los ojos durante un instante; no había nada más alrededor, absolutamente nada. El olor inefable de la piel de Sergey se neutralizó; su tacto suave, y a veces tan áspero; sus ojos verdes, su piel blanco mate, su cuerpo esquelético; mismo la reminiscencia del sabor de sus besos fue olvidada. Tan sólo existíamos en aquella nada ficticia aquel corazón y yo. Como la primera vez, de aspecto semejante a una serie de rítmicas caricias, de una suavidad cuasi característica. El ritmo acompasado, la fuerza exacta, como si uno de los mejores relojeros le hubiese dado cuerda. Inocente corazón, parecía ajeno a todo lo que estaba sucediendo en el cuerpo del amo por el que late, tan despreocupado, ejecutando sólo aquello por lo que sus células habían sido programadas, absolutamente para nada más. Mis yemas curiosas se adentraron a acariciar el vientre de Sergey, haciéndolo cada vez que su corazón se tomaba una ligera pausa para volver de nuevo a latir. Me habría quedado recostada en su pecho durante tiempo y tiempo si hubiese podido, mas añoraba el tono de su voz demasiado como para mantenerme en silencio.

-Está bien, sí.-murmuré, apartándome de su tronco, para que pudiese incorporarse.-Unas ochenta por minuto.

-Venga, ya. ¿Lo has calculado y todo? ¿En tan poco tiempo?

-Bueno, en eso consiste.-sonreí ampliamente, volviendo a apoyarme en su hombro.-Y digamos que Domínguez me ha cargado con el muerto varias veces.

-Esa es mi chica.-volvió a reírse como solía, envolviéndome con ambos brazos. Rodeé su cuello con los míos en una actitud extremadamente cariñosa, acercándome a él para gozar de la mera proximidad. Su piel todavía al descubierto rozaba mi jersey de cuello vuelto; no la notaba directamente, mas estaba allí, fría, palpitante, sentí sus costillas rozar las mías propias, provocándome un leve malestar cuando él cogía aire, al empujarlas hacia dentro. Aún así, no me encontraba molesta, sino cómoda, muy cómoda. Era como si mis brazos estuviesen provistos de millones de electrones rabiosos, y que desatasen toda su carga eléctrica al haberle abrazado, derrochando violentos relámpagos de dulzura.

Fue entonces cuando mi cerebro comenzó a rescatar aquellos detalles que había pasado por alto mientras escuchaba su corazón. Aquel olor procedente de su piel, de cada uno de sus poros, aquel suavísimo y sutil aroma a madera, y a polvo, y a canela. El tacto de sus dedos acariciándome la nuca, raspándola a veces un poco con algún callo producido por horas intempestivas tocando la guitarra o trabajando duro con las manos. Su respiración, tan calmada, tan lenta, aunque innegablemente profunda y fuerte, provocando ronroneos procedentes de su nariz; ronroneos que apenas oía, solamente podía sentirlos al elevarse poco a poco mi cabeza a su ritmo. Su… Lo recordé entonces. En su vientre, atravesando desde cerca del ombligo hasta un costado, de color blanquecino, de brillos rosáceos de carne desgarrada, de zonas sin ni siquiera piel, mal curadas, abiertas como capullos en flor. Me separé de él rápidamente, abriendo un poco más la camisa del pijama ante su mirada atónita para poder cerciorarme. Quizás había sido una mala pasada de mi memoria, quizás mi subconsciente había mezclado términos, imágenes, vivencias, su voz… Y habían creado un recuerdo erróneo. Pero no. Allí estaba.

-Isabel, ¿qué pasa?-me preguntó, hablando muy débilmente. La presencia de la mascarilla, el desconcierto, el cansancio, hacían mella en él.

En un principio no contesté, me limité a palparla en respuesta. En rozar con las yemas de mis dedos aquella carne a la exposición del aire oxidante, frío y corrosivo, provocando una cálida influencia en su piel cetrina y álgida, de aquel color blanco mate, blanco roto, cuasi inmaculado como la grácil cera de una vela. Aquella carne resquebrajada, extremadamente suave, mucho más que el resto de la piel, sin que nada la protegiese más que la ropa con la que él pudiese cubrirla. En los extremos, podían vislumbrarse unos restos de costra, una irritación todavía, por no haber sido tratada como es debido, mas de una forma lo suficientemente certera como para que no se le infectase y pudiese gangrenar. Sergey se percató enseguida de qué es lo que estaba mirando; tragó sonoramente saliva en cuanto notó acercarte mis manos. La apoyó, tras unos segundos de investigación, sobre la mía muy suavemente, procurando que me detuviese, frenarme. Él me miraba a mí, yo la miraba a ella.

Tuve miedo.

-Supongo que el momento ese de la canción ha llegado.-susurró, gravemente, con un atisbo de ronquera en su voz.

-¿Cómo te hiciste esa cicatriz?-le cuestioné secamente.

-Bueno, esta tiene cosa así de año y medio.-con su gélida mano sobre la mía, las deslizó sobre toda su estructura, siguiendo la trayectoria recta que describía.-Es una historia que no estoy seguro de querer contar ni de que tú quieras oír.

-Cuéntamela.-esta vez hablé con un tono lastimoso, apresando con mis manos su camisa de pijama, todavía sin cerrar del todo. En mi mirada creció, se extendió con rapidez, un dolor tal, que le hizo mismo palidecer.
Tomó aire fuertemente por la nariz, dejando de sostener mi cuerpo entre sus brazos. Se acostó en la cama en un ademán exhausto, manteniendo la espalda ligeramente arqueada para que las sábanas no rozasen de la mitad hacia arriba de su tronco. Noté en su simple mirada que estaba deseando poder contárselo a alguien, a sabiendas de que pudiese preocuparme.

-Vamos a ver por dónde empiezo…-musitó inicialmente.-Ya te dije que mis padres murieron, y que tuve que pasar mi adolescencia en un orfanato. Pues en cuanto cumplí los dieciocho, que era la edad máxima de estancia allí, me metí a trabajar en un bar hasta poder terminar los estudios básicos y reunir algo de pasta, y en cuanto los tuve, me largué de Rusia. No sé por qué lo hice, seguramente porque no había nada que me atase allí. Ni familia, ni amigos…Bueno, sólo Sascha, y él ya había salido por piernas de Moscow en cuanto tuvo la más mínima ocasión. Por otro lado, piénsalo, mis padres habían muerto en aquel sitio, en una calle concurrida además de la ciudad, por culpa de un puto borracho. Siempre pasaba por allí, y siempre me comía algo por dentro. Además, no podía seguir sirviendo copas pensando que quizás se las estaba dando al asesino de mis padres.-negó con la cabeza, dando a entender que se había ido por las ramas.-El caso es que me largué con lo puesto. Con una muda limpia y el dinero que había ahorrado en el bolsillo. Me pasé años y años viajando, desde los veinte que pude largarme, hasta los veintimuchos. No recorrí toda Europa, pero poco me faltó, y apenas me quedaba un año en cada lugar, quizás unos meses, y luego volvía a irme. Hasta que me detuve aquí. Fue como una especie de autodeterminación. Recuerdo que hice balance al bajarme del barco, en…-pensó detenidamente el nombre del lugar.-Vigo. Estaba exhausto, lo suficientemente lejos de Rusia, y necesitaba un empleo y una casa fijas para poder asentarme y descansar, en lugar de seguir viviendo como un gitano. Había oído hablar a madre de este lugar; decía que aquí había muerto el apóstol nosequién y que le habría gustado venir. Al llegar sentí que había cumplido su deseo, fue una sensación muy rara.-sonrió levemente, mostrándome sus dientecillos.-Me puse a trabajar de peón en una obra, viviendo en un piso compartido con una familia de rumanos. Las condiciones eran bastante malas, pero tenía para comer y para ahorrar y alquilar un piso para mí solo. Además, la madre rumana me pagaba a veces por cuidarle de los críos pequeños, que eran seis o siete.-hizo una pequeña pausa para respirar hondo. Lo duro llegaba ahora.-El capataz de la obra tenía una hija también, más o menos de mi edad. Pelo negro, piel ligeramente tostada, ojos negros, bastante despampanante, Juana se llamaba. Vamos, que la tía se fijó en mí, como se podía haber fijado en cualquier otro. Se me acercó un día, mientras preparaba el hormigón, y comenzó a hablarme. Yo no entendía una mierda de español, así que me quedé en blanco, tragando saliva sin articular una palabra. Ella acabó por ofrecerse para aprenderme el idioma, a cambio de ser alumno y profesora con derecho a roce. Tras unas cuantas clases, me propuso casarse con ella para poder conseguir la nacionalidad más rápido, decía. Acepté como un estúpido. Ya te dije que sólo quería asentarme.-se rascó tras el oído de nuevo, con insistencia.-Lo peor vino después, cuando sabía que me tenía amarrado y bien amarrado. Ella…Tenía un par de hermanos. Mellizos, quizás.-clavó la mirada en las sábanas. Cada vez le costaba más comenzar una nueva frase.-Y…bueno…no les debía convencer que su hermana estuviese casada con un extranjero, o simplemente eran xenófobos, no estoy de todo seguro. Pues…-carraspeó fuertemente, aferrándose con una mano al tubo conectado con la mascarilla.-no dejaban de insultarme cada vez que me veían, de humillarme, y mismo…-se acarició el vientre, justo donde lo atravesaba la cicatriz.-A pegarme. Cinturones, bates, palos… Con todo lo que encontraban. Con cosas afiladas que me dejaban en carne viva, y que me hacían sangrar mucho.-retorció el tubo de plástico entre sus dedos. Aquellos recuerdos ciertamente eran los que dejaban su alma en carne viva.-Y me rompieron huesos; una pierna una vez, la muñeca otra…-suspiró fuertemente, aumentando otra vez la potencia de entrada de oxígeno.-Y Juana no era mucho mejor. Se lo acabé contando. Después de haberme llevado a urgencias tenía que saber qué pasaba.-volvió a bajar la cabeza, arrancando un quejumbroso suspiro.-“Es que eres un mierdas, no eres más que un puto ruso que me encontró por chiripa”-imitó la voz de ella, adoptando un tono chillón y un ademán de repulsión en su rostro.-Una vez…hasta me perforó el tímpano de tanto gritarme. Casi me tienen que operar. De hecho, aunque no lo admita, no oigo muy bien.-murmuró, señalándolo con el índice. Era su oreja diestra.-Igualmente, menos mal que ya tenía la Seguridad Social y no tuve que pagar nada, porque si no me arruinaba.-Aprovechó el dedo alzado para rascarse tras el oído.-Hasta que llegó un día en el que se acabó. Me planté frente a ella y le grité cuatro cosas bien dichas, entre ellas que quería el divorcio, y que se metiera todas sus clases, la nacionalidad, y sus mariconadas por el culo. ¿Y sabes lo que me dijo antes de irme de su casa? Tú no eres más que un puto ruso.-cogió aire fuerte con la nariz, antes de proseguir.-Cuando me largué de allí no tenía nada. Ni casa, ni empleo, ni esposa, ni dinero. Eso sí, por fin era un ciudadano español, y eso no me lo quitaba nadie. Había estado un maldito año casado con ella para poder serlo, y ahora nada me ataba. Me tuve que buscar yo solo la vida desde entonces. Tramitamos el divorcio a distancia, casi sin vernos, durante casi otro año más.-echó la cabeza hacia atrás, apoyando la nuca en el cabecero de la cama.-Conseguí tras mucho forcejear empleos en varias obras…y luego vino el cáncer y…Supongo que el resto te lo vas imaginando.

Escuché completamente en silencio toda la historia, no articulando ninguna expresión en mi imperturbable semblante, hasta que dejó de hablar, para observarme de soslayo. En cierto modo, seguía preso a su vida pasada mediante cadenas que adoptan la forma de mascarillas, tubos, cables, cárceles con paredes blancas, maniatado por las vías del suero. Adopté entonces un fortísimo ademán de cólera, de rabia, de impotencia, negando reiteradas veces con la cabeza. ¿Eso era verdad? ¿Las cicatrices…? No tenía nombre, sencillamente algo así no tenía ni nombre. Creo que si en ese preciso momento entrase por la puerta su ex mujer, aplicaría sin dudarlo ni un solo instante el ojo por ojo. Pronunciaría palabras ininteligibles si hiciese falta para expresar el absoluto desprecio que sentía hacia ella, también le chillaría al oído, sin importarme las consecuencias, hasta que comenzase a derramar sangre en su interior. Y sus hermanos…uno contra dos, si hiciese falta, o si no, toda la pandilla de niños de la planta se aliarían para cobrar por su falta, simplemente al saber que fue mancillado un solo cabello, una sola escama de piel del cuerpo de Sergey. Arranqué furibunda palabras como flechas al aire, confiando, en la distancia, acertarle en el mismo medio de la frente:

-Esa maldita…-cavilé unos instantes con ira la palabra adecuada, con el sentimiento de ser demasiado suave para expresar mi opinión sobre ella.-guarra…No entiendo cómo se le pudo ni pasar por la cabeza hacerle daño a alguien como tú, me es imposible imaginarlo.-hablaba reforzando mis palabras con una cruda entonación, gesticulando salvajemente.-Esa gente es que no se merece…no se merece…

-Nuestra atención.-interrumpió Sergey, hablando a pesar de la mordaza que le suponía la mascarilla, tomando ambas manos entre las suyas, cruzando miradas.-Eso es lo que no se merece. Tú eres una mujer inteligente, culta, razonable. No pierdas el tiempo con escoria de ese calibre.

-Por culpa de ellos estás así.-le confirmé, al haber visto casos parecidos.-El estrés, la violencia doméstica, el miedo, todo eso puede degenerar en una depresión. Y eso aumenta considerablemente las posibilidades de que una persona de treinta padezca un cáncer tan severo como una de cincuenta…
-Pero lo iba a padecer igual, ¿no es verdad?

Esa pregunta me dejó bloqueada durante unos instantes, y él la había formulado con tanta decisión, sin miedo a conocer la respuesta. Ejercí un ápice de presión sobre sus manos, asintiendo con la cabeza lentamente.

-Muy probablemente. Quizás por un factor genético, o por el tabaco…Estaba creciendo dentro de ti desde hace años, seguramente, aunque no lo notases. No es un proceso instantáneo.

-Entonces qué más da ahora que a los cincuenta.-otra vez aquella mirada rebosante de esperanza, poseedora de aquel brillo cetrino, acariciaba la mía con infinita dulzura, quizás ligeramente resignada al destino que había tenido escrito en sus pulmones con una tinta indeleble de angustia, crueldad y desolación. Nunca vencería aquel nato sino mientras conservase todavía la sonrisa que se dibujó en su rostro, que parecía una de las perfectas líneas que había trazado en sus bocetos, quizás como el escamado lomo curvo de una serpiente, tan llena de esperanza, trasluciente de tantísima ternura. Continuó hablando, con aquel tono pausado de voz, ensombrecido, acallado por la mascarilla, que semejaba sobre su boca una urna de cristal donde contener sus palabras.- ¿Sabes? Cuando me dejé con Juana comencé a vivir otra vida distinta. Una vida de olvido. A partir de entonces fui Sergey Valo, ciudadano español. Hijo de la acera y del asfalto. Con pasado de niebla y sueños de nubes. Un desconocido, un extraño hasta para sí mismo, uno que escribía su vida…en un papel completamente en blanco.-unió las yemas de sus dedos pulgar e índice y los movió hacia arriba y hacia abajo, hacia la diestra del aire, volviendo de nuevo a sonreír con aquella melancolía, formando unas levísimas arruguitas en el entorno de sus ojos verdes, y unas algo más marcadas en sus mejillas, a ambos lados de sus labios.-Pude vivir bien así, me sentía más... no sé. Más…-tomó aire fuertemente por la nariz, entrecerrando los ojos, para volver a abrirlos en una sonrisa.-Libre. Pero luego me puse enfermo, y es un poco difícil comenzar de cero desde la cama de un hospital. Así que desde eso…inicié una vida de recuerdo. Todo lo que he sido a lo largo de toda mi vida, todas las personas que me fueron formando, en aspectos positivos o no, volvieron de nuevo a mi mente como una tormenta. Madre, padre, Sacha…Juana…Esta vez no escribía una vida, solamente pasaba la ya compuesta a un folio nuevo con mejor letra. Y no sólo la mía. Todos los residentes de la planta me acabaron contando cosas sobre su pasado, y tenían miedo. En cierto modo, yo también lo tengo.-se señaló, colocando su palma extendida sobre el pecho. Se hizo un breve silencio, en el cual, apresó levemente la camisa del pijama con los dedos, desviando la mirada como solía hacia la ventana. En el cielo se vislumbraba un orvallo suave, acompañado de un viento desgarrador que azotaba los frágiles troncos de los árboles del jardín en el que los pacientes salían a pasear. Aunque Sergey había recorrido otros senderos.

-¿De qué tienes miedo?-me apresuré a preguntarle, ladeando la cabeza para volver a encontrarme con su mirada. La preocupación que sentí claramente se hizo patente en la expresión de mi semblante. Igual que si una serpiente enroscada en mi cuello pugnase por dejarme sin aire.

-De que otro tiempo pasado fuese mejor. De que la enfermedad me lo pudiese robar todo. Miles de oportunidades desaprovechadas, miles de sensaciones que no pude experimentar, miles de vidas nuevas que no pude vivir.

Interrumpió, para clavar de nuevo su esmeraldina vista en el paisaje empapado de las lágrimas del cielo. Aunque sus ojos no eran como esmeraldas; piedra demasiado cara, demasiado artificial, falsa, superficial. Eran el cúmulo de recuerdos marchitos que como hojas caían muy suavemente sobre su corazón, queriendo pudrir su maquinaria en lastimosos latidos derrochados por algo que no pudo impedir, que no pudo esquivar, que simplemente venía escrito. Sus ojos eran como la hierba empapada por la lluvia, que nunca se atrevería a salir de ellos, a no ser que cruzase su alma una tormenta eléctrica como un puñal prendido en llamas de átomos en estado excitado. Como el reflejo de la lluvia en el río, la superficie temblando al reírse, vibrando con tanta dulzura al ser arrastrada por una corriente de tristeza. Sus iris eran dos serpientes mordiéndose a sí mismas la cola, girando con rapidez hasta difuminar sus escamas verdosas, manteniendo la muerte alejada con su eterno devenir. Eso eran.

-Sergey, dime una cosa.-giró la cabeza hacia mí. Al ver que me había colocado sentada a su lado, mas mirándole frente a frente, me devolvió la recíproca mirada.-¿Qué es lo que te resultó más duro, vivir una vida de olvido o una vida de recuerdo?-no dudó ni un solo instante en responderme, en un amortecido susurro.

-Vivirla solo.

1 comentario:

  1. Menuda estaba hecha la ex de Sergey. ¡Je! Ojalá le pase algo muy, muy malo. El pobrecillo no se merece estar postrado en la cama. Ais...

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