jueves, 20 de octubre de 2011

Capítulo VII


Me había pasado toda la noche en vela y por consiguiente las ojeras que presentaba eran directamente proporcionales a las horas que me había pasado despierta. En medio de la noche había buscado aquellos brazos, aquel calor, aquel olor a polvo, y canela, y almizcle, y tabaco. Había añorado aquella respiración atrapada entre mis labios, aquellos latidos encerrados entre mis dedos. Había querido llorar a gusto escondiendo las lágrimas en su pecho, aunque no supiera la razón de mi llanto; solamente escucharle mentirme, decir que todo iba a ir bien, me sentiría protegida. Sí, aquella noche había echado de menos cosas que acababa de experimentar, y había hecho el amor con un residente que hacía apenas una semana, quizás menos, que acababa de conocer. Absurdo. Hasta a mí me lo parecía. Luego me venía a la mente su voz, su respiración, su tacto y no sabía pensar en nada más.

Antes de llegar al trabajo, paré en una farmacia para comprar la píldora del día después. La excitación nos había hecho olvidar tomar precauciones. En cuanto me la dieron, me apresuré en tomármela en cuanto llegué al hospital, acompañada de un insípido café de la máquina de recepción. Deseaba comenzar cuanto antes la ronda para poder ver a Sergey, mas me preguntaba qué iba a decirle llegado el momento. Temí quedarme en blanco, que me bloquease el don de la palabra aquel par de ojos verdes, o quizás aquella sonrisa, carcomida por el tabaco, mas con una incomprensible belleza. Puede que más por su significado que por su forma. Fue en ese momento cuando vi a mi jefe, uno de los médicos, acercarse en tono casi amenazante entre la gente. Venía hacia mí.

-Isabel, tenemos que hablar.

Su espeso ceño fruncido y su tono de voz seco, cortante, me hacían intuir lo peor. Opté por seguirle a su despacho, sosteniendo el vaso de plástico vacío con ambas manos. Todavía emanaba calor. En cuanto abrió la puerta, se abrió delante de mí una sobria oficina, llena de condecoraciones adornando las paredes. Cualquiera que entrase se sentiría en manos de un profesional. Pantalla, pensaba yo. Me senté en la silla púrpura, mientras él daba vueltas por la habitación como un zángano.

-Verás, ayer has mostrado una falta de profesionalidad sin precedentes. Una…una falta de respeto hacia los residentes que me da hasta ganas de vomitar.

-¿A qué se refiere?-interrumpí, temblorosa.

-¿Qué a qué me refiero?-repitió, en tono de burla.-El señor de la 200 estaba escandalizado.-alzó la voz.- ¡Te has follado a un paciente!-escupió las palabras con asco, dejándolas salir disparadas hacia mí.

Me torné pálida al escucharle. Supe en aquel momento que no había nada que alegar en mi defensa. Bajé la cabeza, como un cordero en un matadero, dándole a entender que sus sospechas eran ciertas. Se acabaría sabiendo.

-Estás despedida.

Aquellas palabras recayeron sobre mí como mazazos en medio de mi pecho. Me contuve, mordí los labios. Me apresuré en levantarme e irme, casi a paso automático, fuera de la oficina. Llegué al pasillo. El bullicio era insoportable, y por una vez no me sentía parte de él. Me quedé completamente inmóvil, en medio del gentío, viendo pasar a los médicos, enfermeros, limpiadores, enfermos. Todo aquel mundo, que alguna vez fue mío, giraba a una velocidad tan agresiva que ni siquiera era capaz de apreciar cada una de las vueltas. ¿Debería sentirme triste? ¿Avergonzada? ¿Feliz? No sentí absolutamente nada, como si estuviese vacía por dentro. Aquella acción ya no había sido involucrarse, había sido un acto vomitivo y deleznable, que me había costado el empleo. Antepuse mis sentimientos a mi deber. Aquella no era la Sabela que conozco. La Sabela que tenía fama de ser imperturbable, impasible, calculadora, trabajadora e inteligente había dejado que un hombre que acababa de conocer la volviese maleable, dócil, grácil, dulce. Se había dejado perder entre unas sábanas heladas, buscando el calor humano. Y por primera vez disfrutó de aquel calor. Notó entre sus dedos una vida tan frágil que la hizo conmoverse, hasta el punto de enamorarse por completo, de dejarse llevar. Y en ese momento se encontraba en medio del pasillo, sosteniendo el vaso de plástico, observando cómo todo se movía mientras ella permanecía allí de pie. Conseguí entrar en movimiento tras un buen rato, minutos quizás, para poder encaminarme hacia la habitación.

Entré, como una autómata. Ni siquiera miré a la cara a aquella señora, a la que no sabía muy bien si odiar o no. Clavé la vista en la cama contigua. Sergey estaba mirando por la ventana, como solía, recostado en la cama. Su garganta emanaba el leve tarareo de una canción que solamente se podía apreciar en silencio, aunque no pude identificarla. No percibió mi presencia. Quizás estaba demasiado inmerso en sus pensamientos. Me acerqué sin mediar palabra. Apoyé una mano sobre su pecho izquierdo y me fui colocando de rodillas poco a poco, dejando caer al tiempo la cabeza en el derecho, incrustando mi mirada en la pared, como si pudiese perforarla.

-Enfermera Sabela.-murmuró, con alegría en su voz.- ¿Cómo estás?

-Me han despedido.-le solté, con crudeza, mas sin reproche.

-¿Qué te han qué? –se incorporó de repente. No separé la cabeza ni un milímetro.

-Por el polvo de anoche.-susurré, con un hilo de voz.

-¡Joder! ¡Joder! ¡Mierda!-giró bruscamente la cabeza, y con ella, todo el cuerpo.

Solté entonces su pecho y dejé mi cabeza sobre su costado. Cerré por un momento los ojos.

-Nos oyeron.-concluí.

-¿Cómo coño nos iban a oír, joder? ¡Si hacía menos ruido ya ni respiraba!

Señalé con el dedo las cortinas amarillas. Comprendió al instante lo que quería decir, y noté cómo se enfurecía, comenzando a blasfemar en ruso por lo bajini. Apretó los puños. Se levantó bruscamente de la cama, apartándome en el acto, y corrió la cortina, dejando ver al señorleyendo la Biblia. En cuanto vio a Sergey, completamente ruborizado, apretando los dientes, y bufando fuerte, retrocedió en la cama.

-¡Escúchame bien viejo de mierda! ¿¡Quién coño eres tú para meterte en los asuntos de los demás!? ¡Me cago en tu puta madre, si ni siquiera hicimos ruido! ¿¡Qué querías, que nos asfixiásemos!? ¡Ojalá te pudras en el puto infierno, jodido hijo de puta!

Noté que gesticulaba mucho, y temí que su temperamento le hiciese pasar a mayores. Me apresuré a ir junto a él y apresurarle por la muñeca. Era imposible no notarla palpitar con rapidez. Tiré de ella como reprimenda, encauzándolo hacia la cama.

-Sergey, no.-murmuré, sin apenas fuerzas.

Se detuvo, todavía enfadado. Giró levemente la cabeza. Mi mirada triste le suplicaba que no se metiese más en líos. Desvió la vista posteriormente al señor, cuya expresión de desprecio escondía un terror tácito por la reacción de Sergey. Suspiró, obedeciendo a mi mandato, y corrió la cortina, dirigiéndose posteriormente a la cama.

-Joder.-murmuró, mientras se acostaba.-Es que no es justo.

-Escucha, Sergey-dije, mientras le ayudaba a arroparse.-llevo…llevaba 5 años trabajando en este pabellón. El ambiente comenzaba a ser insoportable.-me miró a los ojos, deseando que continuase exponiendo mis razones.-Mucha gente de este sitio está sufriendo muchísimo por esa enfermedad, y ya no aguantaba más viendo todo aquello. Todo el dolor, todos los gritos, todo el llanto…-cerré los ojos, como intentando esquivar las imágenes que volvían a mi mente.

-¿Por qué crees que me voy con los críos, Isabel?-susurró.-Si me quedase en mi habitación créeme que no aguantaría.

-¿Tanto te duele?-pregunté, preocupada, enredando mis manos entre sí.

-No todas las veces el dolor es físico.-desvió la mirada hacia la ventana, extendiendo suavemente los dedos hacia el cristal.

Volvía a estar lloviendo.

-No te preocupes por esto.-sonreí.-Hay un par de hospitales más por aquí. Con mi currículum, seguramente me contratan.-esta última afirmación comencé a dudarla en el momento en el que la pronuncié.

-Eso espero.-suspiró.

Alcé también la mirada, clavándola en las gotas de lluvia que rasgaban el vidrio de la ventana, como si fuesen precisas incisiones de un certero bisturí en un cuerpo ceniciento, mórbido, marmóreo, sin vida, y a la vez tan palpitante. Con casi tanta habilidad como el trazo de las dos líneas azules que conformaban la crucecita en el pecho de Sergey, increíblemente rectas, inclinadas ambas, cruzándose en el centro, justo donde el bultito se acrecentaba. Introdujo sus dedos largos en la camisa, rozando sus costillas, donde yacía una hilera de fulgurantes y milimétricas argollas de oro entrelazadas entre sí. Pude vislumbrar que conformaban un collar. La imagen de una Virgen ataviada completamente de azul golpeaba rítmicamente contra su esternón, correspondiendo con los movimientos de su mano agarrando la cadena, como si le estuviese marcando a su corazón el ritmo al que debía latir. Quizás se me pasó por la cabeza que pudiese besarla, mas no lo hizo. Simplemente acarició la madera lacada en la que estaba dibujada con un dedo, acercándola más a su pecho. Me senté a su lado en la cama, en una esquina, colocando mi mano sobre la suya, sintiendo el calor que emanaba su torso, el cual iba disminuyendo mientras lo rozaban en tiempo y el frío. Sentí, a través del dedo de Sergey, las débiles y apresuradas pulsaciones de aquella Virgen.

-Oye, quiero que seas sincero conmigo.-susurré, sin apartar la vista de la imagen.- ¿Qué significo yo para ti? Sé que nos hemos acostado juntos, pero quiero saber…si fue por morbo o…o por qué. Supongo que me debes una explicación.

-Sabes perfectamente lo que siento.

-Pues dilo.-respondí, tajante.-Quiero escucharlo de tus labios.

Nos miramos durante una milésima de segundo. Recuerdo la forma de brillar de sus ojos. Traslucía miedo, y a la vez una emoción y una dulzura impresionantes, y se combinaba, como el intermitente resplandor blanco de una estrella, entre la oscuridad de su pupila. Entrelazó nuestros dedos y acercó ambos puños a su pecho.

-Te quiero, Sabela. Sé que es raro porque apenas te conozco, pero te quiero. Te toca.

-Yo también te quiero. ¿Lo has dudado en algún momento?-sonreí tierna.

-Supongo que no.-se encogió de hombros.-Reconozco que lo de que indagases mi nombre fue… Vamos, fue casi un juego.-asentí, pues para mí había sido algo parecido.- Pero luego… Viniste…me hablaste…y tu voz…

-No hace falta que digas nada.-esbocé una sonrisa, apoyando mi cabeza sobre su hombro.-Sé exactamente lo que sentiste.-clavé la vista en las sábanas.-Lo mismo que sentí yo.

Sergey esbozó una sonrisa, aquella que conseguía doblegarme completamente, convirtiéndome en una persona fiel, mansa como una leona que se torna en gata por el simple y certero roce de unas manos, que se conformaba con acurrucarse en él, cerrar los ojos, y respirar su olor para ser feliz.

En ese momento me di cuenta de que no iba a permitir que se fuese.

1 comentario:

  1. Se me paró el corazón al leer que han despedido a Sabela D: Bien que la señora de al lado podría haberse callado ¬¬

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