jueves, 20 de octubre de 2011

Capítulo VI


Llegaron las nueve de aquel día. Entré en la habitación de Sergey, expresamente en esa, para apagar las luces. Aún así, y a pesar de que su compañera no tardase ni una décima de segundo en echarse a dormir a pierna suelta, él seguía despierto, mirando por la ventana de soslayo. Llovía. Fuera y dentro de la habitación. Me aproximé a él, mientras se serenaba, y extinguía aquella solitaria gotita que acariciaba su mejilla. Esta vez no me arrodille. Le miré desde arriba.

-¿Tienes miedo, Sergey?-susurré.

-¿A qué voy a tenerle miedo?-murmuró en respuesta.

-No sé. A los truenos,-señalé la ventana, poco después de que un rayo apuñalase al cielo.- a la soledad…

-Los truenos me relajan y la soledad me encallece.-alzó la mirada, sonriendo.- ¿Sabes a lo único que le tengo miedo?

-Dime.

-Te parecerá una chorrada.-rodeó mis piernas con sus brazos y me aproximó.

-Lo dudo. Dime, Sergey.

-Tengo miedo…a que tú tengas miedo. Y noto que lo tienes.

Me mordí los labios, procurando de nuevo no romper a llorar. Me soltó, mas sus manos recorrían de arriba abajo mis piernas, prendando sus uñas en las medias, imprimiendo en mi piel el rugoso tacto de las yemas de sus dedos. Desvié la mirada hacia él, insegura de lo que articulaban mis labios:

-Tengo miedo de que te pase algo. Sé que suena extraño…-miré al suelo de repente.-pero no quiero que te pase nada malo.

Deslizó sus manos a mis caderas, subiendo hacia mis costados, acariciándolos con una inefable ternura. En aquel momento, todos mis sentimientos se descolocaron, se entremezclaron bruscamente, al tiempo que mi corazón se descontrolaba. Volvió a aproximarme a él, sin dejar de anegarme en la dulzura de su mirada.

-Ven,-tiró de mi camisa hacia abajo.-acuéstate aquí.

No dudé en hacerlo, manteniendo el contacto visual con él. Me quité los zuecos que llevaba puestos para trabajar, aparté con la mano un poco las sábanas y me coloqué justo encima de él, tal y como me indicaba a base de suaves tirones. Apoyé mi frente sobre la suya y cerré los ojos. Escuché su respiración relajada, mucho más próxima que nunca. Entreabrí los ojos, tras haber sumido mi visión en la oscuridad. Él estaba allí, mirándome fijamente, con una inimaginable dulzura. Saber que estaba conmigo, tan cerca, que no podía escapárseme como agua entre los dedos, no dejaría que lo hiciese, su simple mirada actuaba como un bálsamo para mí.

-Isabel, esto te va a sonar todavía más raro, pero creo que…que yo…-las palabras se le atragantaban, como los pedacitos de la manzana prohibida se prendaran a la garganta de Adán.

Acaricié sus labios con mi dedo, siseando para que se mantuviese en silencio.

-Sé lo que vas a decir. Y yo también. Yo también, por muy equivocada que pueda estar. No me importa.

No pude evitar mirarle. Intercambiamos de nuevo una mirada, en la que comenzaba a avivarse el fuego que ardía dentro de nosotros. Sus dedos, desgastados, comenzaron a acariciar mi espalda en silencio, hacia abajo, produciendo a través de la ropa un tacto parecido al de las escamas de una serpiente que se arrastra por una tierra solitaria y yerma. Apoyé ambas palmas de las manos en su pecho, intentando no ejercer apenas presión. En cuanto me di cuenta del obstáculo que suponían, las deslicé hacia los laterales de su cuello, y poco a poco fui subiendo hacia detrás de sus oídos. Noté en uno de ellos una pequeña venita, casi tan fina como un hilo, que palpitaba furiosamente. Sus mejillas estaban ruborizadas; igual que las mías, que emanaban calor. Mantuve el contacto visual con él, era como si al mirar dentro de sus pupilas pudiese indagar todo sobre él, pudiese conocer cada uno de los entresijos de su mente, colarme a través de ella como si se tratase de un laberinto en el que incluso sería gustoso perderme. Los dedos de Sergey se asomaban por mi trasero, pero rehusaban tocarlo de manera intrusiva. Entreabrí los labios, dejando escapar mi respiración por ellos, y rocé suavemente los suyos, mirándolo, como si buscase su aprobación. Inclinó la cabeza hacia delante. En cuanto noté su proximidad, los recuerdos asolaron mi mente como si fuesen flashes, escenas entremezcladas de una película. “No te involucres; si te involucras con un paciente dejarás que los sentimientos nublen tu juicio y no puedas actuar con criterio”…

Fue entonces cuando noté su saliva en mi boca. Tenía un regusto caliente, como el buen aguardiente, del que no te cansas de beber hasta la saciedad. Sus labios, agrietados a causa del frío, y álgidos a causa de la enfermedad, acariciaban los míos con una enorme ternura, con una habilidad que nunca había tenido el placer de experimentar. El dorso de mi mano se apoyó sobre su mejilla ardiente, provocando en mi cuerpo un brusco y dulce a la vez contraste de temperaturas. Sus manos bajaron mi pantalón muy lentamente, dándome tiempo a notar el roce de la tela en mis piernas. Las mías, se instauraron en su vientre, sin romper ni por un momento el beso, bajando muy poquito a poco hacia su miembro. En cuanto las notó, aceleró de manera descontrolada su respiración. Frenéticas rachas gélidas impresas por su nariz. Arqueé la espalda, colocando esta vez los labios sobre su pecho; en aquel lugar concreto, aquel maldito lugar. No me fijé, no quise fijarme, guardé con dificultad las lágrimas. Comencé a besarle, más rápido de lo que latía su corazón. Una y otra vez. Un beso y otro. No quise desprenderme. Eran míos, aquellos pulmones eran míos, solo míos, y nadie más que yo podía cuidarlos. Y los cuidaría. Joder. Los cuidaría. Sergey tomó mi rostro entre sus manos y lo posó sobre el suyo, volviendo a encajar nuestros labios como piezas de un rompecabezas. Me aferré a su pantalón y lo bajé con furia, raspando su piel con mis pequeñas pero afiladas uñas. Arañó mi nuca en respuesta, entreabriendo la boca para soltar un suspiro de placer. Sus manos actuaron en consecuencia y me bajaron las bragas y las medias de repente, sin darme tiempo ni a reaccionar. En el momento en el que nuestros sexos comenzaron a acariciarse mutuamente; su pene erecto, mi vulva abierta como una flor, me percaté de que aquello estaba mal, que violaba todo en lo que había creído hasta entonces. Y que quizás por eso me gustaba tantísimo. Le abracé con fuerza, estrechando mi mejilla contra su hombro, mientras introducía su miembro, lentamente al principio, dejándome catarlo, y después de golpe, duplicando mi placer. Besó mi cuello frenéticamente, dejando en él grabada la calidez de su aliento. Me acurruqué, sintiéndome extrañamente segura, mientras movíamos la pelvis, hacia arriba, luego hacia abajo, al mismo ritmo. Comenzamos a acelerarlo. Mis dientes se clavaron en su clavícula. Los truenos, los rayos. El miedo. Miedo a ser descubiertos. Abrí la boca. Quería gritar. “Shhhhh”. Sergey me susurró al oído. Dulces cosquillas recorrieron mi cuerpo como una ola. Rayo. Mi cuerpo arde, mi piel arde, mi sexo arde. Le colmé de besos hasta cortarle la respiración. Se le detuvo. Cogió aire con fuerza. Su pecho soltó un leve gemido. Se quedó la habitación un segundo… En silencio. Unas últimas embestidas fuertes hacían que me derritiese por completo en sus brazos. Me agarro a las sábanas. Quedo sin aire. Una lágrima, una sola, cae por mi mejilla, en cuanto se culmina el placer. Me dejo caer.

Sergey se incorpora, abrazándome, todavía jadeando. No tardó en ver la lágrima, como si fuese una de las miles de gotas cristalinas que conformaban la lluvia. A trasluz, iluminada por la luz de los rayos, es como una pequeña perla, sometida a un concienzudo tallado. Él apoyó sus labios en mi mejilla, limpiándola con ellos, con un beso suave. Le miro. Ni siquiera yo conocía la razón de aquella lágrima. Ignoro si fue de emoción, de remordimientos, fruto de toda la tristeza o de todo el amor acumulado, amordazado. Me sentía a gusto, a pesar de todo. El calor que emanaba su cuerpo me protegía del gélido paisaje nocturno. Y el olor de su piel. Escondí la nariz en su cuello y aspiré aquel divino perfume. A polvo. A canela. Quizás a almizcle o a madera. Si seguía oliendo, me topaba con un feble olor a tabaco, que se encontraba en el punto perfecto en el que dejaba de ser desagradable y se convertía en una sensación dulce y familiar. Y estaba fría. Aquella piel estaba completamente fría. Pero era una algidez bella, dentro de la que se notaban palpitaciones cálidas y agitadas. Opté por levantarme de la cama, con dificultad, procurando ser arrancada de sus brazos sin sentir demasiado dolor. Sergey me miró interrogante, mas se abstuvo de decirme nada. Fui yo la que le di explicaciones sin más, con un tono de voz feble y casi monótono.

-Tengo que irme. Se me hace tarde y tengo que fichar.

No contestó. Sabía que no podía hacer nada para retenerme. Me coloqué bien la falda y subí mi ropa interior. En aquel momento me sentía insegura, a la deriva en un mar de dulces recuerdos, sensaciones indescriptibles, lúbricas como la misma noche, intensas como los mismos rayos que en aquel momento iluminaban el rostro de Sergey. Sus facciones afiladas y enfermizas eran incluso la más pura expresión de la belleza, bayo aquella luz mórbida, blanquecina y cetrina, que titilaba como si fuese la bombilla fundida de la bóveda celeste. Y sus ojos… Sus ojos resolvían todas mis dudas, hacían que me cerciorase de que en cierto modo estaba haciendo lo correcto, que aunque quebrase todas las reglas que me impusieron desde que entré en la profesión. Y eran los más jodidamente bonitos que había visto en mi puta vida.

1 comentario: