viernes, 21 de octubre de 2011

Capítulo XI


Me había pasado toda aquella noche llorando, llorando sin llorar, pues lo único que sentía era una congoja brutal en todo mi cuerpo, la cual no encontraba ya lágrimas para escapar. Me acosté en la cama temprano, ahogándome en mis propios pensamientos. Quizás Sergey tampoco estaba pasando una buena noche; en contra de mis creencias religiosas, admito que recé por él, intentando que, si existía alguien superior al hombre, le librase del dolor, al menos lo aminorase, sólo, aunque fuese, por una noche. Que pudiese dormir tranquilo mientras yo acarrease todo ese sufrimiento por los dos.

Fui a verlo por la tarde, más o menos a las cuatro, en cuanto me digné a levantarme de la cama, sin apenas haber comido. Entré en el hospital. Como era costumbre, el doctor Domínguez y la doctora Cambón se me quedaron mirando absortos, amenazantes, como burlándose de mí por haberme enamorado de un paciente terminal. No me importaba, hice que no me importase, Sergey se merecía algo mejor que tener que bajar la cabeza por estar con él. Justo por eso me esforzaba por alzar el cuello altiva cuando recorría los pasillos de aquel pabellón.

Escuché entonces unas risas. Infantiles, dulces, sonoras, líquidas. Seguramente procedían de la habitación de la pequeña Gloria y su difunto hermano, donde todos los niños de la planta se acercaban para jugar. Sabía que aunque fuese a la 200, no me encontraría con Sergey, así que opté por asomarme en la 150. Y allí estaba. Llevaba el gorro que le había regalado, el cual tenía un color semejante al de su piel; gris perla, blanquecino de dibujaba en su rostro, como mármol. Bajo uno de sus pies descalzos atrapaba un balón de fútbol, y el resto de niños corrían hacia él. Todos menos Gloria, que parecía estar en su equipo, y le cogía de la mano fuerte. Su risa también resonaba en la estancia, y era quizás la que más me llenaba de todas. Algo entrecortada, debido a la enfermedad seguramente, parecía casi como una pequeña tos. Quizás podía semejar fingida, mas su sonrisa no podía ser más sincera. Las líneas de expresión bocetaban unas leves arruguitas en los ojos, y volvía a mostrar, como solía al reírse en serio, sus dientes amarillentos y minúsculos, precedidos por sus encías rosáceas, llenas de heridas producidas por la quimio. Inconscientemente, se giró hacia la puerta y allí estaba yo, observándoles sin mediar palabra.

-Mi amor.-exclamó, ensanchando su sonrisa, dejando el balón a un lado.

También sonreí. Por él. Abrí por completo la puerta y esperé a que se acercase para abrazarle fuerte. Coloqué la mejilla sobre su clavícula. Desde aquel ángulo podía ver las gotas de sudor que recorrían su rostro, para desprenderse de él en la barbilla. Su respiración se imprimía en sus hombros como frenética, agitada, descontrolada; por los huecos que separaban los dientes entre sí, se escapaba su aire, provocando a veces un leve silbido. Alcé la cabeza para besar en contorno de su rostro, cerca, muy cerca de su oído.

-¿Qué hacíais?-pregunté.

-Ah, estábamos echando unas partiditas de fútbol.-miró a la pandilla de niños con aire de complicidad.

Observé en silencio, y con una sonrisa coronando mi rostro, aquella estampa. Una vez más, Sergey demostraba ser objeto de admiración, devoción y cariño. Gloria no se había desprendido de su lado, ni siquiera al percatarse de mi presencia. Él era lo único que parecía estable en su corta vida, al igual que en la mía. Alcé la vista para intercambiarla de nuevo con la de Sergey. Esbocé una sonrisa traviesa.

-Aquí hay muy poco sitio.-advertí.- ¿Por qué no jugamos en el pasillo?

Su mirada translució una gran alegría al oírme pronunciar el verbo en plural. La desvió entonces hacia los niños, los cuales analizaban sus movimientos con total admiración. Tomó la mano de Gloria en una de las suyas y el balón bajo el brazo.

-¿Habéis oído? ¡Vamos al pasillo!

En cuanto Sergey lo dijo, la pandilla de críos, completamente embelesados por sus palabras, corrieron hacia fuera de la habitación, gritando de alegría. Él me guiñó un ojo para que los siguiera. Fue entonces cuando Gloria me cogió también de la mano, sonriéndome. Se me encogió el corazón, puedo jurar que lo noté, al ver aquella infantil sonrisita. Volví a intercambiar una mirada desesperada con Sergey. No supo interpretarla, pues comenzó a caminar hacia el pasillo, con Gloria aferrada a su mano, y yo a la de ella…

Dos equipos, dijo Sergey, y era lo justo. Uno en el que participasen todos los niños, y otro en el que estuviésemos él y yo, los adultos. Y Gloria, nuestra pequeña portera. Él la colmó de besos en las mejillas, besos paternales, cálidos y dulces, antes de separarse de ella para jugar en el campo. Le costó asimilar la separación, lo suficiente como para mantenerse triste al menos un buen rato. Él fue el primero en sacar, y una de las niñas, de unos diez años, se lo quitó tras mucho forcejear. Conseguimos recuperar el balón, lo justo para que mis tacones cedieran y otro niño nos lo arrebatase. Opté por quitármelos y dejarlos apoyados en el marco de la 150. Sergey, que ya estaba descalzo, regateó un rato, para abrirse paso a la portería y meter un gol. “¡Sí!” comenzó a gritar, riéndose. El resto de chavales también se reían. Era un partido amistoso en el que la alegría era compartida. El segundo gol vino a cargo de un niño, el cual consiguió que a Gloria se le escapase por un lado. Sergey le revolvió el pelo sonriendo, premiándole con sus halagos, con su “has jugado como un campeón, ¿eh?”. Les tocaba sacar a ellos. El balón pasó de los pies de ese niño a los de una niña pequeña, que no tardó en perderlo de manos de Sergey, aunque sin haberle hecho daño. Me lo pasó a mí, al estar más cerca de la portería, al grito de “¡Tuya, Sabela!”. En un primer momento no supe cómo reaccionar. Posteriormente, corrí hacia el balón, para que no me lo arrebatasen, y tiré casi sin mirar a portería. En cuanto entreabrí los ojos, me percaté de que había entrado. De nuevo, los gritos de Sergey inundaron el pasillo, y me tomó en brazos, alzándome a un palmo del suelo.

-Tengo u-na novia que está bue-nísima y que juega de-bien que se caga la-perra.-canturreaba, jadeando suavemente tras haber corrido, sin perder la perpetua sonrisa de sus labios.

Aquello era la satisfacción. Hasta entonces no la encontraba si no elaboraba el más perfecto diagnóstico, si no dejaba boquiabiertos a todos los médicos de la planta, si no mantenía perfectamente pulcra mi casa, mi aspecto, mi ropa, mi vida, todo. Y en aquel momento, me estaba riendo, gozando, con el pecho henchido de alegría por un gol, por notar a mi pareja abrazarme orgulloso. Tras haber estado toda la noche llorando, en aquel momento esbocé una sincera sonrisa, que se sofocó con un sonoro beso en sus labios. Él apoyó su frente contra la mía, todavía sonriendo ampliamente, mostrando sus grandes encías y sus dientes pequeños. Le acompañé en su sonrisa, sin duda la más sincera que habían esbozado mis labios en toda mi vida. Giramos ambos la cabeza a la vez hacia los niños, como si fuésemos los padres de todos ellos, los miramos con la misma ternura, abrazados, aferrándonos uno a los costados del otro, tal y como lo harían un par de cónyuges que observan enternecidos cómo su pequeño juega con una pelota ensimismado, gritando “¡Mira mamá! ¡Mira papá!” cada vez que fuese a hacer alguna peripecia. Entonces sería cuando la madre miraría a su marido a los ojos, aunque él siguiese atendiendo a los avisos del niño con una sonrisa de satisfacción y orgullo en los labios, la misma que coronaba el rostro de Sergey en aquel momento. Pensaría, “cuánto se parece a él”, y recordaría el amor desorbitado que sentían uno por el otro, y los dos por el fruto de su vientre. Se apoyaría en el hombro de él, volviendo a entornar los ojos hacia el niño, fijándolos en el mismo punto que antes. Quizás sería lo que yo habría hecho si no fuese por lo que llamó nuestra atención.

Cabezas completamente despobladas se asomaban en las puertas, más grandes que las de los chavales, alguna quizás más que la de Sergey. Arrugadas algunas, pulidas otras, todas, todas, poseedoras de ojos tristes, caídos como tinta que se va escurriendo en un cuadro todavía sin acabar de pintar. Nos escudriñaban de arriba abajo, y luego de abajo a arriba; deslizaban la mirada hacia los niños, y luego nos golpeaban a nosotros con la misma, como diciéndonos “qué vergüenza”, recriminándonos por armar aquel barullo. Nadie dijo nada, las miradas hablaban solas. La superficie de mis ojos, la capa de lágrima que envuelve de manera permanente el globo ocular, les pedía trémula mil y una disculpas, al tiempo que mis dedos se aferraban a una porción de la camisa del pijama de Sergey y la retorcían con nerviosismo. Él en cambio, volvió a esbozar aquella sonrisa de nuevo, con sus dientes pequeñitos y algo amarillentos, mas pulidos con una precisión increíble, distribuidos en un orden desigual (un incisivo un poco torcido, un colmillo un tanto adelantado). No había ni un ápice de humillación en sus ojos, ni de ira por interrumpir su juego, como era de esperar. Solo complicidad, una camaradería asombrosa, como esa que guardan los compañeros de una profesión minoritaria; compañeros de pabellón, de enfermedad, de dolor. Fue él y su habitual desparpajo el que rompió el silencio súbitamente.

-Necesitamos gente para el equipo. ¿Os apuntáis?

Imperó de nuevo el silencio por unos instantes; era tal que mismo podía escuchar el leve ronroneo de la respiración de Sergey. Lejano, casi imperceptible, mas perfectamente audible desde mi posición. No perdió ni por un momento su sonrisa, como intentando convencerles de que sólo era un partido amistoso de niños y adultos, no tenía nada de malo, ni era nada fuera de lo común. “¿Hm?” insistió, apretando sus sonrientes labios y señalando al final del pasillo con el mentón, para llamar sus atenciones. En un mutuo y tácito acuerdo, todas aquellas personas, jóvenes y ancianas, adultos algunos, otros más pequeños, algún adolescente quizás, se echaron al pasillo, intercambiando miradas con Sergey, el cual les recibió con los brazos abiertos. En aquel momento, aquellos ojos de amargura se tornaron alegres, vidriosos como las canicas con las que jugaba de pequeña, que producían un agudo y chispeante tintineo al chocar unas contra las otras. “¡Estupendo!” clamó Sergey, separándose de mí para acercarse a los nuevos fichajes, y acordar entre todos que mezclaríamos a los niños y a los adultos en dos grupos, para estar en igualdad de condiciones. Una anciana, con un aspecto agradable, el de estas abuelitas de cabello cardado que siempre están sonriendo, y que tratan a todo el mundo como si fuesen sus nietos, era el árbitro. Aunque en lugar de cabello, lucía un pañuelo de un vistoso rosa con mariposas de colores.

Se sucedieron los goles y las risas, las palabras mutuas de ánimo. No había rencor como en los partidos profesionales, en los cuales algunas veces mismo los jugadores llegaban a las manos. La misma autoritaria, resquebrajada y pálida mano que Gloria iba poco a poco soltando, hasta poder irse a correr con sus amigos, bajo la tierna mirada de Sergey, llena de orgullo. Recuerdo que él no había más que perseguirme, solamente para picarme, y de intentar arrebatarme el balón, regateando. Sus pies descalzos, más hábiles y aviesos, conseguían adherirse a él, llevándolo hacia su terreno, lo que hacía que la que lo persiguiese fuese yo, entre risas, aunque sin buenos resultados. Una vez fui capaz de metérselo entre las piernas y marcar un gol. Comencé a saltar, riéndome satisfecha por la revancha, canturreando, como lo hacía él antes:

-A-cabo de marcar entre las-piernas de mi-novio.-me eché seguidamente a reír.

Sergey, fingiendo estar molesto, mas riéndose divertido, me agarró por la cintura, subiendo mi torso a su hombro. Pataleé varias veces, golpeando con los puños en su espalda, hasta que me rendí, agotada, sin dejar de sonreír. Sí, había empezado siendo un juego de niños, simple y llanamente eso, y se había ido convirtiendo poco a poco en el comienzo de un exhaustivo conocimiento sobre nosotros mismos. Los mayores retrocedimos unos cuantos años, y los niños se hicieron más maduros. Gloria empezaba a atisbar un ápice de esperanza hacia el cual se dirigía a trote, al igual que el resto de enfermos, cuya imagen distaba de aquellos ojos tristes, aquel semblante a las puertas de llanto. Eso había quedado atrás, una persona lo suficientemente fuerte consiguió darles impulso a todos ellos. ¿Y él? Me preguntaba, apoyando la mejilla sobre su hombro, notando cómo se movía, frenético, al ritmo de su respiración. Estiré los brazos para poder rodear su escuálido cuerpo con ellos, esbozando una sonrisa.

Todos somos fuertes desde un principio, solamente tienen que desvelarnos.

1 comentario:

  1. Ais, qué candidez, alegría y candor hay en Sergey. Más fuerte que una roca y blandito como el vientre de un gatito.

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