sábado, 28 de enero de 2012

Capítulo V


-Hey, Isabel.-gritaron en medio del pasillo, haciendo que me girase asqueada, de una manera sumamente despreocupada.

Era una auxiliar, Ana creo recordar que se llamaba, que se acercaba a mí haciendo resonar sus zapatitos, mientras correteaba hacia mí. El ademán de curiosidad de su rostro hizo que mi semblante se tornase en un gesto de hastío. Se detuvo enfrente de mí, con los pies juntos, y meneó su melena negruzca, casi con la misma gracilidad con la que lo haría una niña pequeña.

-Oye, estos días he oído cosas…-comenzó, con una voz tan inocente que parecía intentar que no la culpase por sus palabras.

-No sigas.-la interrumpí bruscamente, volviendo a aferrarme a mi carrito, dispuesta a seguir con la ronda.

-¿Qué tenéis el chico de la 200 y tú?-me lanzó, sin darse cuenta de lo descarada que estaba siendo por preguntarme algo así.

-No tenemos nada.-gruñí, aunque tenía tentaciones de mandarla a la mierda.

-Quizás…-prosiguió, otra vez con aquel tono, intentando hacerse la buena.-Te convendría saber que esta noche tuvo un ataque.

Mis ojos no pudieron evitar abrirse en un ademán de horror, clavándose en un punto fijo de la pared. Mis manos agarraron con suma fuerza el asa del carrito, haciendo que mis dedos comenzasen a vibrar chocando trémulos huesos contra huesos. Un miedo inefable recorrió mi cuerpo de arriba abajo, rozando con un doloroso temblor mi columna vertebral. Una ráfaga de pensamientos asoló mi mente cual si fuesen el ojo de un huracán, y todos ellos me hablaban de él. Intenté no parecer afectada, mas mi subconsciente me delató traduciéndose como una voz desgarrada y rota.

-¿Cómo está?

-Domínguez me dijo que me pasara a mirarle la tensión, pero te dejo los honores.

-Vale, gracias.-musité muy levemente, orientando mi mirada hacia el suelo con rapidez, para poder desvincularme de la conversación y dirigirme hacia la habitación acelerada.

Noté mi labio golpear intermitentemente con rapidez contra mi barbilla, intenté sofocarlo con una violenta mordida mas seguía temblando entre mis dientes. Intenté mantener la compostura, mas mis pies me traicionaban acelerando el paso, hasta casi ni llegar a tocar los talones el suelo debido a la carrera en la que me había emprendido. Mis manos furibundas y atemorizadas apartaron a todo aquel que se interponía entre mi camino y yo, entre la habitación número 200 y mi cuerpo, y en mi mente resonaba un pensamiento cuasi obsesivo, como una maldita letanía. Pero si ayer estaba bien, estaba bien, ayer lo vi y estaba bien. ¿Por qué mientras no estaba? Chilló entonces algo dentro de mí, ¿por qué cuando no podía ayudarle? Pero…me detuve abruptamente frente a la puerta de la habitación 200, sin siquiera respirar, el breve instante en el que coloqué la mano en el picaporte, alcé la mirada hacia el cartel, y susurré en un jadeo: ¿Por qué me importa tanto?

La muñeca se giró suavemente, abriendo ante mí el último obstáculo que se interponía entre Sergey y yo. Su compañero leía plácidamente acostada en la cama, mas solamente me fijé en él con un golpe de vista. Empujé el carrito hacia el otro lado de la cortina e interrumpí la marcha de mis pies. Había hecho sol toda la mañana, mas incomprensiblemente la tarde se difuminaba acromática y suave, haciendo que todos los tintes sin color del sol ensombrecido acariciasen el rostro pálido como el mármol de Sergey, los gráciles claroscuros de su cuello, sus hombros anchos, sus afiladas clavículas, todos y cada uno de los huesos de su pecho escuálido y frágil, sobre el cual se arrastraba aquella cobra de metal, cuya cabeza serpenteaba sobre un disco aplanado, que tan cerca estaba de aquella cruz azulada, marcada a fuego como una cicatriz de guerra. Sus ojos verdes en tanto que respiraba hondo tal y como Domínguez le mandaba, se balanceaban por cada rincón de la habitación, oteando con curiosidad, mas con cierta monotonía en el centro de sus iris, como si conociese demasiado bien cada recoveco, hasta que se topó con mis piernas. Fue subiendo su mirada zigzagueando como una serpiente, hasta toparse con mis ojos, y poder atraparlos hacia sus labios entreabiertos y húmedos. Domínguez por consiguiente se giró, mas no apartó el aparato del tronco de Sergey, como si ambos estuviesen irremediablemente vinculados. Esbozó una pícara sonrisa, clamando alegremente:

-Señorita López, intente no pasarse por aquí cuando estoy auscultando a un paciente. Que les desboca.

Sergey apartó el rostro para reírse con nerviosismo, ruborizando ligeramente sus tan consumidas mejillas. Articulé una sonrisa burlona, rebuscando por el esfigmomanómetro para poder acercarme a la cama. Odiaba cuando Domínguez intentaba hacer chistes sexistas a mi costa, mas era un médico, y no podía rebatirle. Di un par de pasos hacia delante. Puedo jurar que noté la presencia, el aura del cuerpo de Sergey desde el pie de la cama, como si estuviese tan cerca de él que el aire que yo respirase hubiese pasado primero por su boca. Estreché el aparato contra mi cuerpo, esperando que Domínguez por fin apartase aquella víbora metalizada del cuerpo de Sergey, que aún contenía entre sus fibras los latidos de su corazón.

-La auscultación es normal, señor Valo.-pronunció el doctor Domínguez, provocando por parte de su paciente un leve movimiento de cabeza para darle el visto bueno a su marcha. Antes de hacerlo, todavía tuvo que mirarme a mí, sonriendo un tanto burlón:-Puede proseguir, López.

Bajé la mirada, procurando no soltarle un par de palabras fuertes, mientras me arrodillaba al pie de la cama, colocando sobre las sábanas el esfigmomanómetro que tan celosamente había guardado durante la revisión de Domínguez. Cuando salió de la habitación, pude respirar tranquila. Aún así, me mantuve con la mirada clavada en las sábanas. No era capaz de mirar a Sergey tampoco; contacto directo con sus ojos verdes cual veneno era demasiado para lo que podía soportar en aquel momento. Pude ver que extendía el brazo, colocándolo delante de mí, siendo él entonces el primero que se atreviese a hablarme, con aquella voz grave y aterciopelada:

-No sabe lo que se la echa de menos, enfermera Isabel.-sin articular ni una sola réplica, coloqué la cinta del aparato en su escuálido brazo. Ni siquiera apretándola todo lo que la cinta daba de sí, no le abarcaba completamente todo el brazo; siempre le quedaba demasiado grande.-Preferiría que me hubieras auscultado tú en lugar de él.

-Hoy no me tocaba hacer revisión.-murmuré en respuesta, presionando el botón azul que ponía en marcha el esfigmomanómetro eléctrico; aquel que nos habían dado a cada una para no perder demasiado tiempo con los pacientes.-Ni tampoco me tocaba venir aquí a darte las pastillas.-confesé, pues tenía asignada la parte nueva del pabellón.-Vine porque tenía que saber cómo estabas.

-Vaya, ¿y eso a qué se debe?-cuestionó, alzando el brazo extendido para colocar dos de sus dedos bajo mi barbilla e intentar que lo mirase.

-No te muevas.-le ordené, volviendo a bajárselo con la acción de mis manos con la vista clavada en sus venas de nuevo, teniendo que contestarle:-Tú lo sabes mejor que nadie.

-Pues ahora mismo me pillas perdido.-volvió a insistir, mientras se acurrucaba en la cama. Pude mismo escuchar el sonido de las sábanas friccionando contra su pijama de color turquesa propiedad del hospital.-Cuéntame.

Me quedé un rato en silencio, fijando la mirada en los números que no dejaban de moverse, de trocar, de danzar en la pantalla verdosa del aparato. Me sentía realmente estúpida por estar envuelta en aquella situación; desoyendo mi labor de llevarles las pastillas al resto de enfermos solamente por estar con uno en concreto, y saber que bajo esa mascarilla grotesca, opresora, de un nauseabundo color azul, el hombre dulce y guapo que otras veces había tenido el placer de ver estaba bien. Y todavía con aquel respirador aquel adjetivo me venía a la mente: guapo. Había en él albergada, innata, guardada con celo una belleza que nunca antes pude ver en ningún otro hombre, y que seguramente ninguno más que él poseía. Tomé aire con fuerza por la nariz, no quería volver a recordarle el suplicio que debió sufrir, mas me armé de valor y pude responderle:

-Me refiero al ataque de disnea que tuviste anoche.

-Ah, eso.-respondió, en un tono entre despreocupado, monótono, y a la vez procurando que no se le notase el dolor en la voz, transformándolo tan solo en un leve resentimiento.-No ha sido nada, enfermera Isabel, estoy acostumbrado. No te preocupes.

-Sí, lo sé. No me preocupo.-En ese momento volvió a mí la imagen burlona de Ana, rescatando lo que debería ser, explotando la débil pompa que me contenía en la atmósfera envolvente que me ofrecía la presencia de Sergey.-Ni siquiera debería preocuparme.

Sergey arqueó levemente una ceja. Era difícil poder identificar qué era lo que estaba diciendo bajo aquella mascarilla, mas aquella vez, su pregunta me fue lo suficientemente diáfana.

-¿Perdona?

-Nunca debería haberme aprendido tu maldito nombre, esto nunca habría pasado.-rugí, inclinándome hacia delante, para reprenderle, apagando el esfigmomanómetro en un arranque de impotencia, de rabia, de tristeza. Le eché un rápido vistazo. Tenía la tensión algo baja.

De nuevo volvía a resurgir, tal si fuese una luz que brilla intermitente delante de mis propios ojos, aquella cuestión. Su nombre. El mismo día en el que me había confirmado que se trataba de Sergey Valo, y el simple roce de mis dedos con sus dedos había dado una vuelta de tuerca a mi mundo, poniendo boca arriba todos mis conceptos, todo lo que me habían enseñado, tirando por tierra todo lo aprendido. De hecho, mi profesora de cuidados básicos de enfermería me diría que solo en un mundo donde los peces nadasen por la tierra que pisamos, el cielo fuese el suelo y las nubes fuesen cúmulos de hierba regurgitados por un rumiante, una enfermera tendría derecho a besar en la frente a un paciente y cogerle de la mano. Mas Sergey estaba en una situación distinta; quizás, y por el brillo suplicante, interrogante, angustiado, de sus ojos, algo en mí era su sustento.

-Pero solo es un nombre, no pasa nada.

-¡Sí que pasa! Una enfermera de oncología, al menos en este hospital, no está obligada a saberse el nombre de todos sus pacientes. Y no es lo mismo que tenga una parada respiratoria el paciente 2.074 que la tenga Sergey Valo. ¡No es lo mismo, y eso me da miedo!

En cuanto mi sentido cinestésico me rescata de la inconsciencia, puedo sacudir los párpados para liberarme de un par de lágrimas. Mi cuerpo se inclinaba hacia él bruscamente, y había sin duda gritado. Si me hubiesen visto las otras enfermeras, se habrían reído de mí, cual niñatas insensatas, aunque eso no era lo que más me preocupaba. Sergey respiraba bajito, con un jadeo muy superficial, casi inaudible. Debería haber recordado lo que me habían insistido tantas veces. El equilibrio emocional de un enfermo de cáncer es tan frágil como la continuidad de una respiración de Cheyne-Stockes. Lo que menos debes hacer es chillarle, aunque no siga tus instrucciones, aunque no quiera cuidarse, aunque él te haya previamente gritado. Y menos si, como Sergey, ni siquiera conociese la razón de mi malestar. Aún así, él no se mantiene callado, aunque los labios, al otro lado de la mascarilla, tiemblen levemente.

-Yo…no quiero que tengas miedo.

Aquellas palabras me desarmaron por completo. No podría hacerle ninguna réplica en aquel momento, no podría ni siquiera alzarle la voz, ni siquiera hablarle. Lo primero que se me pasó por la cabeza, tal si se tratase de un rayo fulminante, un choque frontal de sentimientos, era envolverlo con mis brazos tan fuerte que le cortase la respiración aunque solo fuese un breve instante, aunque volviese a retomarla tarde o temprano, y cuando lo hiciese, o no, quizás manteniendo su aliento tal si fuese un hilo fino de seda flotando en el aire, debatiéndose entre la asfixia y el cariño, le besaría en todos los lugares que se me pasasen por la cabeza. Las mejillas primero, por proximidad, y luego irme acercando al lateral del cuello, o quizás a la comisura de los labios, e ir bajando hasta el pecho, sí, llenárselo de besos, como disculpa, porque sentía haberle hecho daño, sentía haberle dicho lo que le dije, sentía…¿qué sentía? Su corazón en mis labios. Y habría sonreído, y llorado a la vez arrepentida. Mas no lo hice.

Ni un solo músculo se movió durante un instante, que duró quizás un minuto o dos. Me enderecé apartándole la mirada, cogiendo entre mis manos el esfigmomanómetro, quitándole previamente la cinta. Sus pulmones y el velcro produjeron el mismo sonido, en el mismo instante.

Mis pasos ni siquiera eran continuos. Se alteraban, entrecruzados, y luego disminuían levemente. Quería alejarme de aquella habitación, pero necesitaba mantenerme cerca de Sergey. Aún estaba a tiempo, me repetía, aún estaba a tiempo de dejar el esfigmomanómetro, volver sobre mis pasos y abrazarle, hundiendo mi rostro en su pecho. Aún estaba a tiempo de decirle que me importaba, que no quería que se sintiese mal, que él no había tenido la culpa de nada, y que, Dios, que no podía negar que le apreciase. Debía hacerlo, apenas habían pasado unos minutos y ya le echaba de menos. Sentir su respiración agitada, húmeda y cálida cerca de mi cuello, saber que está vivo. Mas seguí caminando, caminando, corriendo, corriendo, y cuando me quise dar la vuelta para disculparme ante él había perdido la habitación de vista. Entre el gentío.

El aparcamiento. Era un lugar absolutamente perfecto para esconderse. Como enfermera tenía fichados los coches de aquellos familiares que no se movían en toda la tarde de la vera de sus seres queridos, y justo detrás de uno de ellos fue donde me coloqué. Apoyé la parte posterior de las rodillas en el parachoques, y poco a poco fui descendiendo. ¿Cómo podía haber sido tan insensata? ¿Cómo podía haberme dejado engañar? Todas las enfermeras de la planta me señalaban, me hacían burla, mismo Ana semejaba gozar restregándomelo por la cara. Claro que me importaba que Sergey sufriese un ataque de disnea nocturna, claro que sufría porque llevase una mascarilla, pero ¿por qué? Entre lágrimas cerraba los ojos y recordaba aquella mascarilla. Cómo se le ceñía perfectamente al ancho tabique nasal y le cubría los labios. Ni siquiera tenía fuerzas para apartarla de la boca cada vez que hablaba. Dejaba que las palabras fluyesen para todo aquel que fuese capaz de escucharlas. Habiendo apoyado mi oído en su pecho, seguramente en un estado de incomprensión habría indagado qué sílabas pronunciaba por las vibraciones de sus huesos. Me entendía con él a la perfección, le trataba de una manera anormal, y él a mí…

Fue entonces cuando me di cuenta de que había roto con todas las reglas y me eché a llorar con más fuerza. Mis sollozos inundaban la calle de desesperanza.

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