viernes, 22 de febrero de 2013

Capítulo XV

If I tell you
Will you listen?
Will you stay?
Will you be here forever?
Never go away?
(...)
Hold me tight.
Please don’t say again
That you have to go.
A bitter thought.
I had it all.
(...)
The sweetest thought.
I had it all.

Bittersweet-Within Temptation





Despertar. Abrir los ojos tan solo, pues mi mente todavía seguía inundada por la reminiscencia de aquella noche. Noté en un primer y tímido movimiento, mi cuerpo completamente seco friccionando contra otra piel. En el momento en el que cerré los ojos por un parpadeo, volvieron otra ver las emociones que con tanta fuerza habían aflorado dentro de mí; aquel amor que no debería estar sintiendo, aquella alegría triste, y entonces escuché un suspiro. La tapicería del sofá rozaba uno de mis brazos y mi mejilla al estar acostada encima del cuerpo de alguien, un torso extremadamente delgado que suavemente se balanceaba en una respiración. Me deslicé un poco hacia abajo, pudiendo apoyar mi cabeza en una clavícula sobresaliente primero, y después un poco más abajo. Abrir los ojos, que todavía inciertos en su campo de visión se entrecerraban para seguir durmiendo. ¿Y cuánto tiempo habría pasado? Los rayos de sol que entraban por la ventana del salón me habían despertado; eran lo suficientemente potentes como para indicarme que sería casi mediodía. Mas seguía con ganas de dormir. Hundí la cabeza en su hombro para bostezar silenciosamente, amordazándolo contra sus huesos, para chasquear la lengua después, melosa. Sergey. Quise pronunciar su nombre, mas tenía los labios demasiado resecos, la garganta demasiado aletargada como para poder emitir el más burdo sonido. Volví a acostar mi cabeza con más ahínco, en busca de comodidad, y me quedé en silencio cavilando. La proposición que me había hecho aquel atardecer, cuán imprudente era. ¿Acaso estaría dispuesta? La respuesta era obvia. Él la sabía, yo también. Pero, ¿por qué? Aquellas dos palabras inundaron mi mente de cuestiones sin respuesta. ¿Por qué vas a hacerlo? Decía. ¿Por qué vas a sufrir con él pudiendo vivir como hasta ahora? Repicaba. ¿Por qué vas a dejarle entonces? Inquiría. ¿Por qué es eso lo que quieres elegir, con millones de opciones que tienes en la vida? Y todas desembocaban en una sola pregunta: ¿Por qué él? Sí, él, concretamente él, el paciente 2.074, Sergey Valo, el moscovita al que las calles adoptaron como hijo. Había sido sólo un número, un número más. Apuesto a que si aquel día, nublada por el cansancio, me hubiese quedado en casa, o mejor aún, hubiese tardado un poco más, unos minutos, los que les llevase terminar la partida de canicas, habría ido tranquilamente a su habitación y, sin siquiera fijarme como solía hacer, le habría dado la medicación, colocado la vía del suero, y marchado sin más. Ningunos ojos verdes me habrían quitado el sueño, habría ahorrado cientos y cientos de lágrimas, ahora, en ese preciso momento no estaría allí con él, mirando de reojo cómo duerme mientras pienso en todos los caminos que podría haber seguido, en el rumbo que tomaría la vida de los dos, si aún en otra situación, un choque casual, un inesperado suceso, nos hubiese juntado igualmente, si estuviésemos predestinados, o fuimos nosotros los que alteramos drásticamente el rumbo de nuestras vidas a la deriva, que se van perdiendo entre la niebla de la incertidumbre, entre las chispas de lluvia que cae como la muerte, juntándolas.

Me levanté sigilosamente del sofá, estirando las piernas mientras me sostenía con ambas manos, sacando los pies paulatinamente, para que no notase la ausencia. En cuanto me hube puesto de pie le observé de nuevo en silencio. No me importó en aquel momento dónde demonios estaría mi ropa; lo único que parecía existir para mí eran aquellos párpados finos, clausurando sus ojos de aquel color verde que semejaba soñado. Me incliné hacia él, apoyando ambas manos en mis rodillas. Tan cerca, que podía mismo escuchar su respiración escaparse por la boca entreabierta, reseca de haber enjuagado tanta saliva en la mía propia. Le acaricié con la mirada, no me atrevía a despertarle, aquella vez sí dormía profundo, sin ser de una manera forzada como sucedía en el hospital, al saturar sus venas de Diacepam, hacer que entrase en un estado ya no de sueño, sino de inconsciencia, en el que no pudiese sentir nada. Ni dolor, ni una caricia. Y en aquel momento parecía tener su cuerpo en un estado de vigilia sonámbula, tener los poros de su piel abiertos, sensibles a cualquier movimiento, a cualquier leve alteración del ambiente que flotaba a su alrededor, cualquiera podría ser el desencadenante de la rotura del sueño. No obstante arqueé la espalda, y en un fugaz instante así su labio inferior con los míos, dotándolo de humedad, de dulzura, de cariño. Me pregunté si había podido sentirlo, mientras me erguía de nuevo, sin poder dejar de mirarle. No pude evitar recordarle cuando había ido con él a radioterapia, también estaba dormido cuando lo había ido a buscar, la misma expresión, el mismo gesto, de serenidad, de alivio, de sosiego, con un ápice esta vez de satisfacción, de alegría, ¿de felicidad? Sonreí levemente, dándome la vuelta para poder buscar mi ropa. Mi camisa, mi pantalón, mojados antaño, parecían estar secos ya, tumbados sobre el parqué, mas un tanto arrugados. Los aprehendí entre los dedos, oteando por mi ropa interior. Estaban allí, en una esquina, cerca de la pared. Justo donde Sergey los había dejado. También los cogí, apresurándome a vestirme silenciosamente, intentando que él no se despertase, ahora que estaba tan profundamente dormido. El cabello, habiéndome vestido ya, me lo recogí en una cola de caballo, atándolo con el coletero que tenía engarzado siempre en la muñeca. Posteriormente, escribí, sobre el papel de una factura antigua que guardaba en el bolsillo, unas palabras, dulces, breves, concisas que deposité sobre el pecho de Sergey. Supe que las notaría. Sin atreverme a besarle de nuevo, para no despertarle, salí de su casa y, posteriormente, del piso.

Y entonces se detuvo la lluvia. Se detuvo el mundo cuando abrí la puerta. Un aura fulgurante envolvía cada paso que daba, cada movimiento de mi melena castaña, cada breve sonrisa al pensar que un corazón palpitante me esperaba en casa. Avancé por las decadentes aceras, gozando de cada sonido de traqueteo de mis tacones, sintiendo como si fuesen la banda sonora de una película que no había hecho más que empezar. Ahora los dos estábamos lo suficientemente lejos del hospital para poder clamar que la batalla estaba perdida, pero al menos nunca más se tendría que volver a librar. Una suave brisa matinal parecía enredarse en mi cabello, acariciando mi piel blanquecina, haciéndome recordar aquel tacto de las manos de Sergey, gélido, lacerado, rasposo, peligroso, candente, atronador, como millones de serpientes recorriendo con sus escamas metalizadas mi cuerpo desnudo, entre besos húmedos de unos carnosos y finos labios pálidos, vibrantes, rebosantes de vida, de saliva y de amor. Y aquellos ojos, siempre tan apagados, intentando sacar chispas de la oscuridad entre sonrisas furtivas, las vi brillar repletas de vitalidad, vi arder la pasión en sus pupilas, la vi inflamarse como pólvora, crepitando entre besos impregnados de una respiración cálida como un manto grisáceo de dulzura. Le había visto vivir, y nada podía ser más gratificante.

Me había fijado aquella vez en cada tienda de ropa, olisqueado cada puesto de flores, le había sonreído al día, y agradecerle al cielo que no llorara de emoción. Llegué a mi piso tras una larga caminata. Mi piso, pensé, este ya no es mi piso, y entonces una sonrisa amplia cruzó mis labios. Hoy llegaré a casa y me estará Sergey esperando. Cenaremos algo, quizás veamos la tele juntos, le dejaré incluso ver el fútbol si él quiere, aunque me tenga que perder el programa de medicina de Discovery Channel, y después, después haremos el amor. Sí, allí en el sofá, tapados con la manta gruesa, mientras resuenan los ecos de la televisión, me acurrucaré en sus labios, y lo haremos lentamente, tiernamente, dulcemente, hasta consumar, hasta que lo sienta muy dentro, y luego me quedaré dormida en sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho, así, cavilaba mientras abría la puerta de entrada, tras haber pasado por el ascensor, y escucharé su corazón, cómo late, y sonreiré, sonreiré porque pensaré “sigues vivo, mi amor”, y no será tan sólo un anhelo, ni una ensoñación, ni una preocupación como cuando dormía sola, sino una realidad, seguirá vivo, mi Sergey, mi niño, seguirá vivo.

-¡Ñawr!-ah, claro, sí, las cosas.

Comencé a rebuscar entre mi ropa, cogiendo la más importante, la que más a menudo llevaba y la que podría ser más práctica para mí. Descubrí tantas prendas que ya me quedaban estrechas, tantas que hacía años que no veía, alguna que había comprado en un arrebato y no había vuelto a poner…Como aquel vestido de color morado, completamente ceñido a mi cuerpo. Si me sirve, pensé, sonriendo ampliamente, Sergey me lo verá puesto. Me era imposible no pensar en él y no quererle, y no quererle sin amarle. Ahora estaría profundamente dormido, pensé, y cuando se dé cuenta de la notita, quizás ya esté de vuelta en casa. Necesitaba recuperar el sueño perdido. Aunque no podía evitar pensar en el sueño en el que podría sumirse. Solamente haría falta una leve presión sobre la tráquea, en un estado de nerviosismo, y sus pulmones no aguantarían. En mi propio pecho crece un malestar efervescente, que burbujea por todo mi esternón, solo con la mera idea de que pueda perderle…

-¡Ñawr!-es verdad, las cosas.

Coloco toda mi ropa en una maleta de color azul marino que guardaba por casa. No era santo de mi devoción, pero al menos tenía ruedines, y me sería más fácil llevarla. Posteriormente, me dirigí al baño portando un neceser de color rosa pastel. Como decían en tantas revistas de humor, una mujer no se ha instalado en el hogar de su amado hasta que no invade su baño con sus cremas hidratantes y su cepillo de dientes. Aunque no era mucho de cremas, sí guardaba cada muestrario de colonia que me daban en las tiendas, para poder llevar cada día una fragancia distinta. Era algo que me revitalizaba; mi olor decía mucho de mí. Desde un aroma dulce a uno tenue que pasa desapercibido, a uno natural con regusto a fruta. Sin embargo, el aroma de Sergey era siempre el mismo. No llevaba colonia, nunca en mi presencia lo hizo, mas su olor corporal no era desagradable, al contrario. Su piel llevaba impregnado un aroma similar al de la menta fresca, mas mezclado con canela y polvo, quizás a madera. La verdad, no sabría distinguir todas las esencias que hacían de su olor innato tan tremendamente especial. Quizás, a lo que realmente olía era a Rusia, olía a trastes de guitarra, a pasión, a entrega, a desafíos. Olía a fuerza, recogía cada fragancia de la calle. Del asfalto, de la acera. Su lateral del cuello desprendía un aroma a noche fría y a sangre burbujeante.

Tras haber cogido mis perfumes, los champús y el cepillo de dientes, conteniéndolos en el neceser, lo guardo dentro de la maleta, en un rinconcito entre la ropa.

RING, RING.

Mierda. ¿Quién podrá ser? Mientras me acercaba al móvil, se me pasaba por la cabeza que pudiese ser alguno de los trabajadores del servicio de telefonía, que siempre pugnaban porque contratase servicios que ya había contratado o que no me interesaban en absoluto. Mas mientras extraía el móvil del bolso, un nombre se me cruza en la mente. Sergey. Sin mirar, alegremente descuelgo, respondiendo:

-¿Diga?

-“Sergey, he ido a coger unas cosas a casa. Vuelvo pronto, aunque no te preocupes si tardo. Te quiero. Postdata, adoro verte dormido”.

Efectivamente, era él.

-Veo que la has leído.

-Estaba encima de mí, era un poco difícil no darse cuenta.-rió levemente, de forma entrecortada, un tanto ahogada, mas tremendamente hermosa.

-Es que es verdad, cielo.

-¿El que estás en tu casa o el que adoras verme dormido?

-Ambas cosas.-me quedé un momento en silencio, esbozando lentamente una sonrisa, cada vez más y más ancha y sincera, espolvoreada con un leve tono de rubor.-Sergey. Esta noche ha sido la mejor de mi vida. Nunca había sentido lo que sentí entonces.

-Yo tampoco.-escuché al otro lado del teléfono cómo tragaba saliva.-Ha sido una noche muy especial para mí.-musitó, tal y como lo haría un seductor nato al descubrir que uno de sus ligues le ha robado el corazón.

-Volveré pronto, estoy acabando de recoger la ropa.

-¿Quieres que vaya a ayudarte?

-No, me las arreglo sola. Solamente tengo que coger un par de cosas más y ya me voy.

-Bueno, bueno, como quieras. Yo te espero.

Nos quedamos un instante en silencio. Ambos queríamos decir algo, sentíamos la tensión de las palabras golpeteando contra nuestras bocas, pero no sabíamos el qué. Podía escuchar su respiración profunda desde el otro lado del teléfono.

-Sergey…

Me aventuré a hablar primero. Era como si no quisiéramos asesinar una conversación que acababa de empezar.
Todo lo relacionado con la muerte nos daba un enorme pavor.

-Qué…

-… ¿Cómo te encuentras?

Aquella era la pregunta que llevaba todo el día queriendo hacerle y él toda la mañana temiendo escuchar.

-…Bien. Como siempre.

-¿Te encuentras bajo de fuerzas, o algo?

-Que estoy bien. No te preocupes.

-Te tomo la palabra.-concluí, cerrando los ojos. Quería pensar que sus palabras eran ciertas, mas él llevaba enfermo el suficiente tiempo como para tener la capacidad de saber fingir de forma bastante eficaz los síntomas.-…Sergey…-volví a pronunciar su nombre, solo queriendo obtener una respuesta de su parte.

-…Qué, mi amor.

Volví a enmudecer. Solo el hecho de oír su voz me hacía sentirme más tranquila. Feliz, me atrevería a decir.

-Que te quiero. Que estoy deseando volver a casa y dormir entre tus brazos.

-Yo también te quiero. La casa está vacía sin ti, te extraño.

-Quiero oír tu corazón, saber que estás bien, quiero sentirte, Sergey, con todo mi cuerpo.

-Isabel, estoy contigo.

-Pero vamos a colgar.

-Pero sigo estando contigo.

-¿Y si te fueras?

-No me iré. Seguiré contigo.

-¿Siempre?

-Sí, vida. Siempre.

Volvimos a extinguir nuestras palabras. Me sentía a gusto, había dicho cosas que necesitaba oír. Y yo le había contado al menos una cuarta parte de todo aquello que debía decirle. Acaricié levemente las teclas del teléfono. Quizás al otro lado de la línea Sergey notaría esa suave caricia en su mejilla consumida y huesuda, descendiendo por el lateral palpitante y estructuralmente frágil de su cuello.
En ese momento cortamos la llamada a la vez, desde puntos distintos de la ciudad de Santiago, en conjunción perfecta.


Continué haciendo la maleta, ¿qué más necesitaría? Algún libro, quizás, para poder pasar el rato. Metí uno o dos de anatomía, mis favoritos, y los que más se centraban en el problema que padecía Sergey. Entre eufemismos dudaba si llamarle problema, error o desgracia. Me coloqué de puntillas. Algún libro de Nietzsche me ayudaría a mantener la mente serena; alguno de Edgar Allan Poe, a escaparme del mundo; Bécquer, a buscar la belleza en el dolor. Y algún otro ejemplar que todavía no me había leído de autores variados. El cansancio me puede, haciendo que me tumbe en la cama mientras cavilo si queda alguna cosa más que guardar. Aunque sabía que mi mente se iría como suele por las ramas. Me invadió como un irracional miedo terrible, que provocó que mi cuerpo se tornase trémulo y dócil. A cada sentimiento de terror absoluto de llegar a perder todo lo que tenía en aquel momento, a que se derrumbase mi mundo precario, me sobrevenían a la mente las cálidas palabras de Sergey, con aquella voz cascada, grave y rota. Isabel, estoy contigo…sigo estando contigo…no me iré, seguiré contigo… Sí vida, siempre…


La oscuridad se apoderó de mis ojos hasta que pude ver una luz resplandeciente ante mí.

viernes, 1 de febrero de 2013

Capítulo XIV

Me aferré a su mano con fuerza para poder salir juntos. Recorrimos ambos con la mirada el paisaje que se mostraba en todo su esplendor ante nosotros. Apenas caminamos un par de pasos, antes de percatarnos de las feroces gotas que caían del cielo tal si fuesen agujas, sin siquiera poder verse más que colisionar contra el suelo ferozmente, provocando una incesante percusión. Vi los ojos de Sergey reflejar aquella lluvia, como si dentro de su córnea también se hubiese desatado una brava tormenta, una racha de viento que violentamente trajese consigo un cúmulo de lágrimas suspendidas en él, que no se atreviesen a salir del recinto en el que estaban dulcemente encerradas, mas temblando, agitándose, latiendo, mezclándose, estremeciéndose, palpitando. Solté entonces sus dedos para poder rebuscar en mi bolso por mi paraguas pequeño, refunfuñando en voz baja:

-Mierda, estaba lloviendo. Joder.

Esquivé todo tipo de objetos que llevaba guardados, algunos que mismo ni recordaba que los tenía, para poder palpar claramente el mango del paraguas y sacarlo, extendiéndolo en el acto para que aumentase de tamaño. Ala, ya podemos irnos, clamé. Mas la calidez de la presencia de Sergey se disipaba, lentamente, hasta llegar a desaparecer por completo entre el helor gélido de la tormenta. Me giré hacia él, entreabriendo los labios al poder observar lo que estaba sucediendo. Sus pies comenzaban a moverse en un impulso involuntario, saliendo del pequeño tejado que nos brindaba la entrada del hospital para guarecernos. Clavaba su mirada en el frente, en las gotas que nos lloraba la lluvia, como si se hipnotizase con sus distorsionadas figuras. En una milésima de segundo, pasó de la protección del edificio a exponer su cuerpo frágil a aquella tromba de agua, que lo empapó completamente. ¡Sergey! ¡Sergey, ven aquí! ¡Te vas a poner peor, mi amor, ven aquí! Comencé a chillarle, intentando abrir el paraguas que, por la ansiedad, parecía habérseme engarzado entre los dedos, sin dejarme expandirlo completamente. Siguió avanzando con lentitud, encharcando tu camisa cyan, su pantalón vaquero negro, su gorro de lana gris como las nubes, mientras las pequeñas chispas de agua se deslizaban por sus dedos largos, acariciando las marcas de las vías, aquellas heridas abiertas, todavía sanguinolentas, para desprenderse en la misma punta de sus uñas. Pude ver cómo se detenía en medio del aparcamiento desierto, de nuevo con lentitud. Quise volver a gritar, mas esta vez no pude. Orientó su rostro hacia el cielo, echando la cabeza hacia atrás, dejando que la lluvia empapase hasta el último rincón de su fisionomía, de su semblante. Fue entonces cuando yo también pude notar aquella inefable sensación que debió haber sentido, alzando la vista al mismo punto que él. Pude ver cómo flexionaba uno de sus brazos para aferrar el gorro en sus dedos, extendiendo el codo posteriormente para despojarse de la prenda, tirarla en el suelo. Mi paraguas resbaló poco a poco por mi mano hasta caer del mismo modo, provocando un seco golpe sobre la acera. Sentí un gran peso en la mirada que me produjo desviarla hacia Sergey. No había mudado de posición, seguía clavando sus ojos verdes en el cielo lluvioso, permitiendo que su humedad rozase su piel deshecha en desgarros, penetrase en su alma, tan carcomida por el sufrimiento, tanto que el dolor era lo único que parecía haber estado sintiendo todo este tiempo. Y entonces…En ese momento sonreía, pude verlo arquear los labios, entreabrirlos, en un ademán de alivio, de gozo, de libertad. Cerró con fuerza los párpados, extendiendo los brazos hacia los lados, notando traspasar las gráciles y chispeantes gotas su finísima camisa. Ensanchó la sonrisa, pudiendo ver escaparse de su boca un vaho pálido, que en el instante en el que lo expulsaba, comenzaba a disiparse y morir. Me acerqué sigilosa, sin tener otra cosa en la que poner los ojos que no fuese él. La lluvia comenzó a asolar mi cuerpo de forma cuasi violenta, ensangrentando mi ropa del humor que segregaban las nubes. Me agarré los brazos por el frío, mas inexplicablemente pude gozar de aquella sensación, era a la vez tan familiar a pesar de nunca antes haberla vivido, tan dulce. Llegué a colocarme tras la espalda de Sergey, llamándolo con un hilo de voz por su nombre, en tanto que apoyaba las yemas de mis dedos sobre su hombro. Antes de poder posar la palma completa, se giró súbitamente, agarrándome por la muñeca.

-S…Sergey, ¿qué haces? ¿Qué haces?

Amplió su sonrisa, me mostró sus dientecillos un tanto amarillentos, y en ese preciso momento comenzó a correr, llevándome consigo. Abrí los ojos escandalizada, buscando palabras con las que reprenderle, con las que obligarle a retroceder e ir a cubrirnos, mas no pude. Mis zapatos se libraron de mis pies, quedando desperdigados por el camino ante mi mirada atónita. Después le observé a él, y escuché que se reía. Fui relajando mi rostro, calmándome, hasta convertir mi sorpresa en una divertida e infantil sonrisa. Ignoro a dónde nos dirigíamos, mas salimos del hospital, que se encontraba en una pequeña colina, para adentrarnos por una acera desierta, cuesta abajo. Cerré los ojos. El viento zumbaba en mis oídos, haciendo que no pudiese escuchar nada más, ni siquiera mis propias carcajadas. La velocidad me hacía chocarme contra Sergey, haciéndolo acelerar todavía más. Sentía mis pies desvincularse del suelo y querer elevarse, caminando encima de la capa de lluvia que seguía empapándonos. Nuestra frenética carrera parecía acrecentarse, crecer las risas, volar los pies, y los cuerpos, y las almas. Terminó la cuesta, se giró, se detuvo. Colisioné contra su frágil pecho, haciéndolo quedarse un segundo sin aliento. Instintivamente me aferré a su camisa buscando esta vez quietud, serenidad, sosiego, dejé de reírme. Noté convulsionarse sus costillas entre mis manos, tomando aire a un ritmo descontrolado. Alcé poco a poco la mirada, cruzándola súbitamente con sus ojos. El agua seguía recorriendo su rostro con premura, rozando su piel mórbida y árida. Me aproximé un poco más, necesitaba sentir el feble calor que desprendía su cuerpo escuálido, débil, tembloroso en jadeos, mientras sus brazos me envolvían con cariño y afán de protección. Desvié los ojos hacia sus labios. Una gota de lluvia, tal si fuese un cristal tallado concienzudamente, tal si fuese un ápice, una pizca del licor más exquisito, más apetecible, resbaló por el contorno de su nariz, poco a poco bordeando su labio superior, quedando suspendida sobre él durante unos segundos. Sus espiraciones profundas la hacían estremecerse, peligrando su caída, haciendo que el diminuto reflejo del mundo que ofrecía se tambalease violentamente. Fue entonces cuando acerqué los labios, y rocé los suyos con suma suavidad, depositando en los míos la gota de lluvia, bebiéndola, junto con una capa de saliva ardiente que parecía marcar el preludio de un intensísimo beso. Con una simple opresión sobre mi cadera asesinó a la distancia, haciendo que esta vez notase su frenética y húmeda respiración contra mi propio pecho; notarlo temblar entre el abrazo que le ofrecíamos la lluvia y yo, mientras sus labios y los míos se fusionaban, simplemente dejándonos llevar por el mero impulso de notar en nuestra boca todas las palabras que el otro se estaba callando. Masticarlas, saborearlas, beberlas, elixir para embriagar el alma, alimento para que nuestro amor creciese, a pesar de las adversidades, se fortaleciese. Entreabrí los párpados suavemente, y pude contemplar los suyos cerrados, gozando de una oscuridad absoluta que le hiciese estimular el tacto que sentían sus labios. El frío de la lluvia que pugnaba por calar en nuestros cuerpos se desvaneció en el vapor intenso de nuestro corazón en ebullición. Dejé caer mi cabello mojado a lo largo de mi hombro con un movimiento extasiado de cuello, deslizando mis manos por su ancha y huesuda espalda, trazando figuras inconexas en ella, quizás letras, un “te quiero”, o simplemente sensaciones, pálpitos de un amor que, como la lluvia, fluía con tanta fuerza, con tantísimo ímpetu, con violencia, contra viento y marea, y a la vez con tanta gracilidad, tanta melancolía y tristeza, tal dulce, como un llanto, efímera como un beso, llena de vida y vaticinadora de la muerte, camino andado y por andar del agua del deseo, ríos y ríos atravesando el asfalto. Esta vez abrimos los ojos a la vez, pudiendo observar su resplandor verdoso entre la niebla que el ambiente arrojaba sobre nosotros, ocultándonos. Y cuánto brillaban aquellos ojos verdes, cuantísima esperanza había dentro, era innegable, indudable, cualquier médico, incluso Domínguez, o Cambón la habrían visto, no podrían cuestionármelo. Aquellos ojos querían vivir. Poco a poco nos separamos, solamente unos centímetros, solamente nuestros rostros. Me tomó de la mano, la interpuso entre mi pecho y el suyo; todavía su respiración seguía mostrándose profunda y desbocada, y agitado el latido de su corazón contra mi dorso. Inspiró con fuerza, pudiendo escuchar un leve pitido que se escapó de sus labios. Y me susurró, entre la lluvia, conteniendo su voz en cada una de las gotas que rozaban sus labios: Vámonos a casa.

La calle se abrió ante nosotros como nunca antes lo había hecho en presencia de uno de los dos en soledad. Cada una de sus luces se iluminaba, tal si fuesen estrellas, haciendo resaltar la lluvia, como si lo que cayese del cielo fuesen chispas incandescentes de fuego. No cesaron las risas, que hacían vibrar el ambiente; él se alegraba de que yo estuviese contenta, y yo de que él estuviese feliz. Después de estar tantos meses de hospital en hospital, con el sonido de fondo del electrocardiograma, ejecutando su trabajo sin un solo descanso, produciendo ese sonido que tanto le enervaba. Después de tanto tiempo, estaba respirando el aire húmedo de la calle, estaba siendo azotado por el viento, por la dulce tormenta que lo acogía en sus brazos. Y ese brillo en los ojos me indicaba que parecía que no se lo acababa de creer. Recuerdo, este detalle no pienso olvidarlo, que cuando estaba en aquella cama, le tomaba de las manos, y estaban congeladas, a pesar de tener mantas a su disposición, la calefacción puesta…Él tenía frío. Tenía frío dentro, cada movimiento suscitaba en él un insoportable helor gélido, toda la sangre que su corazón intentaba bombear no era más que un humor álgido, que casi no podía moverse sin ese costoso empujón; y en aquel momento las tenía calientes, sus dedos, las palmas, estaban ardiendo. El simple hecho de haber salido afuera, sentir el exterior en sus carnes, lo había cargado de vida, y de optimismo, y de alegría. Caminaba, se giraba para sonreírme, me contenía en sus brazos cálidos, me besaba tanto, tanto, y una lágrima, una sola lágrima se deslizaba por mi mejilla, confundiéndose con el agua de la lluvia. Ignoro si eran de impotencia, de dulzura, de satisfacción o de amargura; sólo sé que eran lágrimas de amor. Volvimos a pasar por aquella calle destartalada, llena de yonkis por las esquinas, tan decadente, tan antigua, tan triste, mas esta vez íbamos juntos, y sin la guitarra, la cual ya nos esperaba en casa.

Con las llaves que guardaba en el bolsillo izquierdo de la parte de delante de su pantalón vaquero negro abrió la puerta de entrada, profiriéndome un beso sobre el cuello para que fuese la primera en entrar. En el momento en el que crucé el umbral, y la puerta se cerró, espalda contra pecho, una ráfaga de pasión cruzó todo mi cuerpo como un estruendoso rayo, haciéndome estremecerme entre las serpientes húmedas que me contenían, que rodeaban mi cuerpo con tanta vehemencia. Un solo gesto, me giré rápidamente para poder contactar con su rostro, escudriñarlo en un golpe de vista, en una respiración jadeante, en un instante de silencio. La ropa comenzaba a pesar.

La oscuridad. Las serpientes se deslizaron por mis caderas, reptaron por mi torso, deseosas de buscar el lugar más inicuo donde inyectar su tóxico veneno, que traía consigo sangre agitada, saliva y esperma. Poco a poco mi pecho dejó de sentir esa presión, y en cambio notó una ráfaga fría de curiosos dedos de guitarrista. Mis hombros pronto se libraron de una pesada carga, dejándola caer, en tanto que ahogándome en besos me dejé dirigir hacia atrás, más atrás, más atrás, hasta que mi espalda notó el rugoso tacto de la dura inerte pintura. Mis uñas se engarzaron en la lana que tanto debía estar pesándole, tanto como un enormísimo bloque de hierro encima del corazón, arrojándola bruscamente al vacío de la noche, todo lo lejos que unos brazos deseosos de un cuello en el que aferrarse les permitieron. Una caricia perfiló mis pechos y los liberó de la húmeda opresión del sujetador negro, dejándolos a merced del aire, de sus dedos, y de cualquier serpiente que quisiese morderlos. Pronto su camisa cedió a la ley de la gravedad con un solo movimiento de hombros, y la ayuda de unas manos intrusivas. Y luego mi pantalón, su pantalón, fueron tan deprisa, tanto como un latido suspendido en el tiempo. Un gemido que se escapó de unos labios pálidos, que contuve en unos más rosáceos, más gruesos, haciéndolo mío, respirándolo, inspirándolo, espirándolo, expirando. Por un momento me mantuve inerte mientras mis bragas mojadas caían al suelo, mostrando ante él un sexo mucho más colmado, lleno, repleto de ácido del aguijón de la punta de los dientes de una cobra rabiosa. Las escamas del curioso áspid lacerado rozaron mis caderas en un deseo irrefrenable, un lúbrico impulso, que provocó en mí haber agarrado los bóxers de su dueño, y con fuerza tirar hacia abajo, hacia las rodillas huesudas, hasta poder sentir aquella calor de vida y gozo y amor hirviendo como ríos de lava. Mis labios se aferraron a su clavícula, besándola, con ansia, con agitación, jadeante, bajando, arqueando la espalda hacia su pecho, orientando mis besos hacia su pezón latente, rodeando la aureola con saliva llena de todo resto de tristeza. No, mi amor, creí oír, un gemido y sus manos presionaron mis riñones manteniéndome erguida. El veneno de sus ojos me mantuvo mansa, más ligera, ligera de equipaje, de todo aquello que me preocupaba, disipándose todo al tiempo que se expandía el esplendor de sus ojos, corría por mi sangre como corren los caballos a trote. Acerqué mi pelvis a la suya, un golpe, ¡pum! Y entró dentro. Sus dedos arañaron la piel de mi trasero, indicándome el camino al lecho, mas clavé las uñas en sus hombros, obligándolo a mantenerse en la misma posición, así, podía sentir su calor mucho más potente, su respiración tan apasionada, tan deseosa del néctar que mi sexo guardaba en su interior. Alcé la pelvis, engarcé mis piernas con las suyas, y empujamos ambos a la vez hacia dentro. Lava comenzó a arrasar mi ingle, haciéndola abrasarse, ahogar un grito en el que pudiese recitar el poema más emocional del mundo con un simple ah. De los pulmones de Sergey se escapó un leve gemido, incliné el rostro y lo besé, le pasé mi aire, le susurré mis chillidos, y una nueva embestida, una ola de fluidos corriendo por mis piernas, y ahora no valía detenerse. Y otra, y otra, al fondo, muy al fondo, donde una guarda la esperanza y el peligro, y otra, más, conmino sobre sus labios en silencio, ni siquiera tengo tiempo de seguir respirando. ¡Más! El cuerpo todavía empapado por la lluvia, podría beber de ella hasta la saciedad si el vaso que la contuviese fuese el cuerpo de vidrio de Sergey. Él relamió mi barbilla, se detuvo por un momento, no podía respirar, no podía, no podía, pero también necesitaba más, ¡más! Un golpe más de cadera, y sin tiempo a reaccionar una cadena interminable que parecía atarnos a los dos. Uno al corazón del otro…La habitación se quedó en silencio. La cobra había descargado ya todo su veneno. Y él, y yo, estábamos, por un momento, muertos, bocas entreabiertas queriendo decir algo que tuvimos que anegar, los ojos clavados fijos, como navajas, como dardos, en llamas. El pecho inmóvil, uno contra el otro, solamente el latir de dos corazones acompasados, golpeando violentamente, querían perturbar el silencio con sus presencias. Y de repente, en un suspiro, nos dejamos caer en los brazos del otro. Apoyé mi oído en su pecho y pude sentir todavía la lluvia…

Capítulo XIII



“Y aunque caigas en el suelo mil veces y mil veces no te puedas levantar… 
Yo te ayudaré a vivir.”

La última línea. Una última frase que colmaba de comprensión aquel poema. Toda la noche escribiéndolo había merecido la pena. Era justo lo que había querido plasmar. Íbamos a vivir juntos, la vida que él quisiese. Recordar, olvidar, experimentar, amar, sufrir, llorar. Su risa era mi risa. Sus suspiros, mis suspiros. Su vida, mi vida. Le ayudaría a no perderla, a mantenerla firme dentro de él. Que siempre que rozase su piel una ráfaga de sangre provocase un latido más a su corazón. Que cada contacto hiciese saltar una chispa en sus pulmones y abastecerlos de aire. Que un simple beso pudiese servir de motor, que siguiese girando y girando el iris de sus ojos. Yo le ayudaría, claro que sí, por supuesto que lo haría. Pero si él me enseñaba primero a no llorar. Tendría que haber sido yo la que bajo una cortina de alegría escondiese mis sentimientos; era él el que debía derramar lágrimas, desahogarse, liberar tensión en riachuelos de agua salada por sus consumidas mejillas. Le vendría tan bien, se quitaría un peso tan grande de encima, tan grande, que quizás le ayudaría a poder volver a respirar. Yo le enseñaría, le ayudaría, pasaría horas intempestivas en la cama del hospital con él, sonriéndole mientras él llorase, para calmarlo tras haber descargado impotencia. Eso haría. Pero tendríamos que necesitar mucho tiempo, y el tiempo se agotaba tan rápido como la velocidad del sonido. El tiempo… era lo único que nos faltaba. Como arena entre los dedos se nos escapaba con rapidez, sin darnos tiempo a poder recuperarlo sin perder todavía más del venidero, sin poder conservarlo sin que pequeñas partículas de conchas rotas nos resbalen por los nudillos. Ni siquiera dos pares de manos son suficientes para retener arena tan fina, ni siquiera para retrasar su frenética huída. Ni siquiera miles y millones de lágrimas la harían frenar, sino saltar como si cayese en ella una violenta chispa. Y él tendría que seguir contenido en la habitación, jaula para todo aquel que desea volar, cual cárcel de barrotes blancos, atado con fuertes cadenas contenidas en cables de cobre clavándose a lo largo de todo su cuerpo, ya tan consumido por la enfermedad, tan frágil, tan trémulo y pálido, sobresalientes sus huesos cubiertos de piel, ya no de carne, los cuales mismo son fáciles de agarrar, y mismo de romper, como si estuviesen hechos de vidrio fino; el más mínimo movimiento en falso y se resquebrajarían en miles de pedacitos de un color blanco roto, se esparcirían como sueños, como la esperanza, gran ramera, como lágrimas, por el suelo de la habitación, escondiéndose entre los huecos de las baldosas. Fuera seguiría lloviendo grácilmente sobre el jardín reflejado en sus ojos.

Y otra vez el repiqueteo de mis tacones negros sobre los yermos azulejos blancos del pasillo, que parece estarme chillando que me estoy equivocando por enésima vez al ir a verle, mas se contradice a sí mismo dejándome avanzar hasta el fondo. Otra vez las miradas en la entrada, en el ascensor, en cualquier lugar dentro del infernal recinto, pobre chica, dominada como un animal por sus instintos, dominada como una estúpida por el amor, dominada como una sensiblera por la caridad, y la compasión, y la tristeza. Haberse echado a perder, dirían, entre las sábanas de un enfermo terminal, uno que más valdría que se muriese para dejar una cama libre. Uno que no puede darle nada más que volátiles esperanzas, que sueños en sublimación, que besos fugaces, breves, entrecortados, en lugar de longuísimos y cuasi eternos contactos de labios, deteniéndose entre cada uno a jadear como un maldito perro. Las ignoré, hice caso omiso a las taladrantes miradas. No me importaba lo que pudiesen pensar, Sergey era mío, sus pulmones eran míos, y yo los iba a cuidar a contracorriente, ni el más inicuo de los males, pensaba en aquel momento, me los iba a arrebatar de las manos. Preferiría sustentarme en verdades efímeras que en duraderas mentiras. Me detuve en el pabellón, avanzando con rapidez, casi a trote, por el pasillo. Los niños estaban jugando al fútbol en pandillita, y entre ellos estaba la pequeña Gloria, de portera otra vez. Me sonrieron, saludándome con la mano enérgicamente; desde que había jugado con ellos, me querían casi tanto como a Sergey. Les devolví el saludo de una manera más discreta, con el propósito de no entretenerme demasiado. Me detuve enfrente de la habitación 200. Me cercioré mirando el cartel que se alzaba sobre la puerta, y luego volví a fijar la mirada en el manillar. Quizás si hubiese llamado a la puerta la verdad habría caído sobre mí como una grácil pluma, balanceándose suavemente sobre el aire, soltada en el momento justo. Pero no.

Entré sin apenas hacer ruido con los tacones, mismo conteniendo la respiración, procurando que mi presencia lo sorprendiera. Me asomé tras la cortina amarilla, y durante un segundo la imagen me invadió los ojos. La camisa del pijama estaba sobre la cama, indiferentemente esparcida por las sábanas. Frente a mí, la espalda de Sergey, dejando a descubierto la serpiente de su nuca, devorándose a sí misma, como las gotas de lluvia mordían los cristales de la ventana, transformando su silueta en una etérea sombra negra que parecía vagar sobre el cielo grisáceo sin dueño que la sujetase. Libre. Su cintura se volteó suavemente, agarrando una camisa de color blanco con finísimas bandas cian, aprehendiéndola entre sus dedos, para después colocarla sobre sus hombros, introduciendo sus brazos consumidos por las mangas. Antes de darme tiempo a ejercer de mediadora entre mis impulsos y mi conciencia, me dirigí hacia él con velocidad, clavando los ojos en la camisa, y en el pantalón vaquero negro, que ceñía sus piernas largas, y me situé a su lado, apoyando una mano en su hombro y girándolo en el acto bruscamente hacia mí. Sus ojos verdes, embargados por el sobresalto en aquel momento, que parecía palpitar en el centro de su pupila, se clavaron en los míos, anegados de incertidumbre, estrangulados por el dolor hasta el punto de doler cada parpadeo.

-Sergey, ¿qué haces así?-le pregunté, con un ápice de temblor en la voz.-Métete… Métete en la cama ahora mismo si no quieres ponerte mal.-le agarré por la muñeca súbitamente, y el resto pasó en el tiempo que me duró sentir en mis dedos un latido de su vena.

Fue él el que me cogió de la mano entonces, asiéndola con fuerza, entrelazando con violencia mis dedos entre los suyos. Volví a mirarle. Sus pensamientos se volvieron diáfanos para mí en un momento, en una agitada exhalación salida de mis labios. El tiempo se detuvo entonces por un instante. De nuevo, noté todo girar alrededor de mí. El ruido ensordecedor del pasillo. Las enfermeras, los médicos, enfermos, enfermos, enfermos, los niños, trabajo, trabajo, la lluvia… En ese momento el único lugar que existía para mí era el congelado mundo que habíamos construido en tan poquísimo tiempo, y que parecía querer quebrarse con el más mínimo movimiento, con el roce más insignificante en la piel del otro. Sus palabras fueron tácitas para mí en aquel instante, mas no quise escucharlas, tan solo agudicé el oído para notar la brisa, el helor que salía de sus labios entreabiertos, produciendo el ronroneo más dulce que podría haber escuchado nunca, como si fuese el suave sonido de repinique de la lluvia. Se sentó sobre la cama súbitamente sin dejar de mirarme, y yo le seguí, sin articular ni la más mínima palabra, ni el más leve ruido, nada. Tantas vueltas, y vueltas, y vueltas, tanta rapidez alrededor de nosotros, y ajenos a todo nos seguíamos observando mutuamente, como si el tiempo no pasase, eso que tanto nos escasea, que tanto deberíamos valorar, lo dejamos escapar mientras exploramos los ojos del otro todas las inefables verdades, los sentimientos en construcción y los sentimientos en acto que alberga dentro de sí. Mis dedos se mantenían entre los suyos, mas poco a poco se fueron asomando a su muñeca; ahora su corazón latía tan tranquilo, como siempre, tan distante de la realidad, un golpe tras otro, un segundo tras otro, acumulándose. Un golpe tras otro más de vida, un golpe tras otro más de sentimiento, de amor, quizás de tristeza, de impotencia, pero un golpe tras otro. Notaba como si contuviese su corazón entre mis manos, otro bien preciado que proteger, observar cómo poco a poco se consume como una flor que se va marchitando. En aquel momento el entero cuerpo de Sergey, todo lo que albergaba dentro, se volvió tan transparente y tan diáfano, como si enteramente estuviese cubierto por vidrio fino, que contenía dentro de sí gotas de lluvia, acordes de guitarra, con su ritmo incesante, y algo que contarme.

-Isabel, me voy.-consiguió arrancar, volviendo de nuevo ambos a la realidad. En nuestro mundo no existían los cánceres ni los hospitales.

-¿Qué te vas?-arranqué, nerviosa, sacudiéndome.- ¿Estás loco? No…No te puedes ir.

Él en cambio hablaba con aquella voz gravísima y suave, casi como una sónica caricia; tan calmado, tan sereno, tan velado, pero a la vez con ese manto cetrino sobre las cuerdas vocales, aquella leve congoja, inaudible, intangible, cubierta con su respiración acentuada.

-Domínguez me ha dado luz verde. Dice que quizás sea lo mejor, si es que no quiero pasar aquí lo que me queda de vida.

-Pero él no manda en ti. Si quieres seguir con el tratamiento, yo me encargaré de que sigas.

-¿Y de qué serviría, Isabel, de qué serviría?-esta vez sonaba con mucha más amargura aquella voz, con ese ápice de resignación, aunque sin querer todavía rendirse.-Tengo metástasis hacia el hígado y la garganta, ahora sí que no hay marcha atrás. Dice que me seguirá dando la radio de vez en cuando y la quimio paliativa. Unos ansiolíticos para tomar y unos corticoides, para cuando me encuentre mal.-me relató con mucha calma esta vez, aunque bajando ligeramente la voz, convirtiéndola en un muy leve susurro.

Negué con la cabeza varias veces, sin perder el contacto con sus ojos. Mis lágrimas no podían permanecer cubiertas más tiempo, y comenzaban a salir a borbotones, como sangre de una herida abierta. En una décima de segundo como un rayo mi mirada se desvió hacia el suelo, cerrando en el acto los párpados con fuerza. Mi pecho se convulsionaba en sollozos ahogados, intentando no herirle, no hacerle daño, y a la vez sacar todo aquel dolor dentro de mí, aquella impotencia. No había nada que hacer, Domínguez había dicho que era una causa perdida, pero no, no, me negaba a creerlo. Tenía que haber alguna solución, no dejaba de repetirme, cualquiera, por muy arriesgada que fuese, será mejor que no hacer nada. No podía dejar que se me escapase, como si fuese lluvia entre mis dedos. Mis párpados se entreabrieron entre la niebla que había arrastrado mi llanto. Noté una presión cálida en mi mejilla de la que ni siquiera me había percatado antes. Sentí un influjo protector alrededor de mi tronco, acariciándome la espalda, los codos, rozando cada poro excitado, haciendo que se tranquilizase, y poco a poco se fuese acostando sobre mi piel. Alcé la mirada, encharcada todavía de lágrimas. Era Sergey que me abrazaba con ahínco, con fuerza, mas con suavidad, con mucha delicadeza, procurando otorgarme ese calor que tanto necesitaba, esa quietud. Una de mis manos lentamente se fue elevando, rozando cada pliegue de su camisa, cada frágil costilla, catándola con las yemas de mis dedos, haciendo que su tacto se quedase grabado a fuego en cada rincón de mi mente, hasta llegar a apoyarla al lado de mi rostro, sobre su pecho, rozando mi nariz. Sé que me hablaba, que no dejaba de besarme, de susurrarme, mas no escuchaba absolutamente nada más que su respiración profunda, ronroneando en mis oídos, y el suave sonido de pizzicato de la lluvia sobre los cristales. Alcé completamente los brazos, enroscándolos en su cuello como una serpiente dulce, la cual intenta con su tierna mordida insuflar vida dentro de un cuerpo tan derrotado, tan frágil, tan desgarrado y roto ya. Escuché cómo su respiración escapaba entre sus dientes, traduciéndose como una llamada dulce a la calma, como un siseo extremadamente delicado, prácticamente inaudible, mas eran perceptibles sus tiernas vibraciones sobre el esternón. Agudicé entonces el oído, para poder escuchar su voz grave y velada, susurrando con mucha serenidad:

-Isabel, deja de llorar. Aquí no se ha perdido nada que no estuviese ya perdido.-inclinó sus labios para brindarme un beso sobre la frente.

Mi mano tomó impulso para poder separarme de su pecho, y poco a poco enderezarme, pudiendo cruzar nuestras miradas. La feble y trémula luz que reflectaban las gotas de lluvia de los rayos de un sol agonizante hacía su rostro tan enfermo todavía más bello. Sus ojos verdes, radiantes de fuerza, de valentía y de entereza, irradiaban un brillo tan bonito. Era tan hermoso aquel cuerpo escuálido y mórbido, tantísimo, envuelto por aquella luz tierna, que en aquel momento en el que lo observaba, la enfermedad dejó de existir, se desvaneció junto con el vapor de mis lágrimas, que se engarzaban entre los dedos de Sergey como perlas. En aquel momento se disipó toda mi preocupación y mis dudas, con la visión de sus labios murmurar.

-Si tengo que pasar mis últimos días con alguien, quiero que sea contigo. Vente a vivir a mi casa.

-Sergey…yo…

-Domínguez me ha dado una semana a lo mucho.

-Domínguez es gilipollas.-interrumpí, clavando la mirada en su pecho, mas él me forzó a volver a alzarla.

-Isabel, escúchame.-musitó, entrecerrando los ojos.- Tenemos que esperarnos lo peor; no podemos saber cuándo…-sus párpados volvieron a abrirse. Esta vez sus iris estaban más turbios, a pesar de la calma de su voz.-Puedes seguir con tu piso, para tener donde vivir cuando pase.

-No hables así, mi vida, no hables así.-susurré con la voz rota, tapándole la boca con la punta de mis dedos. Odiaba escuchar la muerte de sus labios.

-Solamente-prosiguió, apartando mis manos con un apretón cálido en la muñeca.-dime si aceptas. ¿Quieres venir conmigo o no?

-¿Cómo eres capaz de dudarlo?-le cuestioné casi en un sollozo.

Me incliné bruscamente para besarle sobre sus álgidos labios, apoyando ambas palmas de mis manos sobre su pecho. Él fue poco a poco alargando el beso, pugnando por aproximarme, rodeando mis caderas. Mis brazos de engarzaron entonces en su cuello, empapando su rostro con mis amargas lágrimas. En aquel momento, no podía ni siquiera distinguir si eran de felicidad o de tristeza. Mi cuerpo había dejado de sacudirse, mi carne había dejado por completo de temblar, mas toda aquella tensión se había acumulado en mi mandíbula, subiendo hacia las sienes como veneno que se expande. Entreabrí los labios entre aquel dolor insoportable, acariciando con infinita dulzura los labios de Sergey, tan resquebrajados y resecos, tan repletos de heridas, procuré que él no notase mal, con mucha delicadeza le besé. Lentamente nos fuimos separando, entreabriendo los ojos para intercambiar ambos una eterna mirada. Ninguno de los dos era capaz de argumentar nada más, ni él a favor ni yo en contra. Ya estaba todo dicho, y lo que no habíamos dicho, tácitamente se había escuchado. Sus pulgares me acariciaron el dorso de mis manos, intentando proveerlas de un calor que no tenían. Hice un ademán de levantarme, para que pudiese seguir vistiéndose, mas tiró de mis manos hacia abajo para detenerme. Observé su atuendo en un golpe de vista. Ya estaba arreglado, solamente le faltaba algo. Se giró, sin soltar una de mis manos, hacia la mesita de noche, de donde sacó aquel pedazo de cielo lluvioso que le había entregado. El gorro de lana gris. Él se lo acercó a la cabeza, mas una de mis manos se apoyó en su muñeca para detenerlo. Fui yo entonces la que engarzó entre sus dedos el gorro, para poder colocárselo. Incliné mi tronco ligeramente hacia el suyo, deslizando ambas manos por su nuca, acariciando en el acto la serpiente que se mordía su propia cola. Pincé los extremos del gorro y habiéndoselo afianzado en la nuca, tiré de ellos, pudiendo cubrir el resto de su cabeza, provista de algún que otro cabello castaño, aunque no tan largo como en la fotografía de su DNI. Mis dedos serpentearon esta vez por su frente, cuidando de no taparla demasiado y que no le picase; en tanto, mis ojos habían permanecido observándole con total compenetración, recibiendo una mirada recíproca por su parte, embebiéndome con las hechizantemente verdes escamas de las serpientes que se agolpaban en su apagado iris. Fui dejando caer mis manos por sus mejillas, notando su extrema delgadez, mas también su suavidad delicada de mórbido mármol, coronada por algún que otro mechón castaño que se entrometía entre su piel y la mía. Vámonos, le susurré, no quería estar ni un minuto más allí encerrada. Igual que Sergey, o también sentía un atroz impulso de salir corriendo por la puerta de urgencias y no volver jamás. Aunque allí fuese el sitio donde culminase nuestro amor, sabíamos que fuera podría florecer con mucho más ímpetu.

Su cuerpo se erguió separándose de la cama, tomándome de las manos para que le siguiese, todavía con la mirada clavada en sus ojos. Noté mi cabello golpear mi espalda, flotando etéreo en el golpe de evanescente inquietud que el alzarse había supuesto. Volvimos a acortar distancias, mas nuestros labios esta vez no se rozaron, ni los suaves mas inexorables latidos de su corazón acariciaron mis oídos, esta vez solamente apoyó su frente sobre la mía, sin ejercer apenas presión, como temiendo quebrarlas con un ápice de fuerza que derrochásemos. Cerré por un segundo los ojos gozando de la tranquilidad, mas al instante volví a abrirlos, deseando volver otra vez a degustar la vista del depauperado brillo que producían los suyos. Allá vamos, le escuché susurrar, mientras se separaba para tenderme la mano, a la que sin duda me aferré, notando en las yemas de mis dedos las marcas que las vías habían desgarrado en su piel. Fue él quien dio el primer decidido paso, siguiéndolo de uno mío en consecuencia, sonoro debido a los tacones, que se fueron engarzando con una ráfaga de palpitantes pasos hasta alcanzar la puerta, la cual abrió una de las resquebrajadas manos de Sergey, agarrando el picaporte con fuerza, mas notándose un feble temblor al no llegar a creérselo de todo.



El pasillo se abrió desierto y yermo ante nosotros, como si fuese una larga pasarela que nos llevase, camino trémulo y deseado, hacia esa libertad que le hacía tantísima falta al cuerpo tan derrotado de Sergey. Esta vez caminamos al mismo ritmo, en la misma dirección, sin intención de mudar la trayectoria. Quizás fue el ruido de nuestro calzado, pues una puerta se abrió, y a nuestras espaldas resonó una voz, que llevaba por bandera en nombre de Sergey. Él se dio la vuelta lentamente, al conocer al dueño de aquellas palabras, mas mi curiosidad me hizo aumentar la velocidad de mi mirada. Apoyada en el marco de la puerta, observándonos con un ademán vergonzoso y a la vez confuso y triste, se encontraba la pequeña Gloria abrazada a una muñeca vestida de princesa, sin ser capaz de articular palabra alguna hasta que Sergey no le respondiese:

-Pequeña, escucha, yo…

-¿A dónde vas?-se apresuró en inquirir, frotándose un ojito con el puño.

-Verás…-la presencia de la pequeña le había pillado tan por sorpresa, que ni siquiera era capaz de inventar una excusa.

Entonces, el sonido de la voz de Sergey hizo que más puertas se abriesen en el acto, como si fuese por consenso, haciendo que se asomasen a mirar más niños, temiéndose lo peor al verle vestido de calle.

-A…Ahora que estáis todos…-miró hacia ambos lados del pasillo, pudiendo intercambiar una mirada con cada chiquillo. Suspiró fuertemente, entrecerrando los ojos.-Voy a irme del hospital.-abrió los ojos convencido por sus palabras, intentando otorgarles veracidad.-Ya me he puesto bien así que tengo que irme. Os prometo…os prometo que me acordaré todos los días de vosotros.

Hizo una pausa para poder tragar saliva, temiendo que pudiesen percatarse de las gotas de sudor frío que resbalaban por su cuello debido a la brutal mentira que estaba contando. Se hizo el silencio por un momento, tal era que podía incluso escucharse la respiración de cada uno de los presentes, los cuales seguían observando a Sergey, esperando que desmintiese sus palabras. Fue entonces cuando el silencio se quebró de repente, en el momento en el que la pequeña Gloria estalló en lágrimas, dejando escapar de su garganta un sollozo tan fuerte que parecía desgarrársela. Tiró la muñeca en el suelo provocando un seco golpe, antes de echarse a correr hacia Sergey y abrazarse a una de sus piernas, hundiendo la cabeza en su cintura para poder amordazar su llanto. Mi vida, susurró de forma casi inaudible, acuclillándose para poder mirarla de frente y pudiese ella apoyarse sobre su hombro, sin dejar de gimotear cada vez más fuerte.

-Gloria, mi vida.-musitaba sobre su oído, acariciándole la cabeza sin cabello alguno muy suavemente, temblando esta vez de forma visible.-No llores, por favor, no.

Siguiendo con el ejemplo que la pequeña les había brindado, el resto de niños comenzaron a correr hacia Sergey, abrazándose a cada rincón de su cuerpo que encontraban sin tapar. Tanto los más chiquitines como los más mayores se engarzaban en su cuello, serpenteaban para apoyarse sobre su pecho, colocaban sus mejillas a lo ancho de su espalda y las frentes sobre sus piernas. Él se mostró durante un fugaz momento sin saber cómo actuar, observando el tremendo despliegue sin siquiera aliento, mas no tardó en rodear con los brazos que le habían sido respetados a todos los críos que pudo, y girarse muy levemente para acariciar a los que estaban tras él. Muchos de ellos también se habían echado a llorar al saber que no tendrían con quién jugar a las chapas ni al fútbol y al menos Gloria, también por no poder tener a quien le calmaba las pesadillas, a quien le decía que se acostase a su lado y con su calor ahuyentaba todo el miedo, a todos los monstruos que la atemorizaban. La voz de Sergey se mostró esta vez más serena, mas todavía suplicante y rota, debido a aquella muestra de cariño que le brindaban.

-Tranquilos, vamos…Os prometo que os vendré a visitar todas las semanas. Os lo prometo, pero por favor, no me hagáis esto.-susurró por último, inclinándose para besarles la cabeza a un par de ellos al azar. Posteriormente, su mirada cetrina se clavó en mí, como preguntándome qué hacer para que dejasen de llorar. Si yo lo hubiese sabido, ya lo tendría usado conmigo misma cuando me contó la noticia.

Poco a poco los abrazos se iban aflojando, sin cesar ninguno de los llantos que se habían despertado. La mayoría de los niños optaban ya por dejar sus cuerpos apoyados contra Sergey, rozando su ropa con las manos en tímidas caricias. Él se fue lentamente enderezando, procurando no turbar a ninguno de ellos, mas aprisionaron con los dedos su camisa, obligándole a retenerse, no solo por el gesto sino por las miradas tan cargadas de tristeza que le ofrecían. Volvió a reiterar que volvería a visitarlos, pero que tenía que irse a casa. Que por fin podía irse a casa. Gloria fue la primera de nuevo que, con gran pesar, dejó de abrazarle, orientando su mirada vidriosa hacia el suelo, y poco a poco el resto de niños la imitaron, tapándose muchos la boca para ahogar los sollozos, o frotándose los ojos rojos de tantísimo llorar. Sergey les dedicó una sincera sonrisa, diciéndoles adiós con la mano, agitando los dedos en el aire, mientras que dejaba la otra a merced de la inercia, que la llevaba a aferrarse a una de las mías. Nos dispusimos a irnos, entre las despedidas que nos proferían los niños entre llanto, lo que hacía a Sergey procurar acelerar el paso. Seguramente no era yo sola la que notaba aquel nudo en el estómago, aquel insoportable peso sobre el corazón, como si la sangre que contuviese fuesen bloques de plomo. En ese momento, pudimos escuchar una voz entre la multitud, sobresaliendo entre el resto, al pronunciar el nombre de otra persona:

-¡Isabel! ¡Ponte el vestido de princesa y hazle muy feliz!

Detuve drásticamente mi avance, girando la cabeza, con los labios entreabiertos a punto de soltar un gemido, para poder cerciorarme de que era aquella nuestra pequeña, volviendo a repetir de nuevo la misma frase entre lágrimas. Tragué saliva, a pesar de notar la garganta atenazada, y apreté todavía más la mano de Sergey, para seguir caminando, evitando así romper a llorar. Es como si ya lo supiera, es como si lo supiera todo, como si lo supiera todo.

-¿Estás bien, mi amor?-me cuestionó él, ladeando la cabeza para poder observarme de soslayo, transluciendo un ademán de preocupación, y a la vez de incertidumbre.

Le devolví la mirada, asintiendo levemente esbozando una sonrisa, que arranqué de mis entrañas no sin esfuerzo. La entrada se alzó entonces ante nosotros, con sus dos puertas transparentes como colosos custodiando la única salida, el limbo que separaba la libertad de una esclavitud cuasi eterna a algo que crece en tu propio cuerpo. Nos detuvimos frente a ellas, escudriñándolas de arriba abajo, como si pudiésemos entrever un ápice de luz en alguna de sus rendijas. Ahora nos encontrábamos ya lejos, lejos del pabellón de los enfermos de cáncer, lejos de los niños, de la habitación 200, lejos de aquella cama estrecha, de las vías, de la mascarilla, de todo. Estábamos tan lejos, en tan poco tiempo, que parecía prácticamente increíble, tanto que las manos de Sergey mismo comenzaron a sacudirse en suaves temblores. Giré la cabeza para observarle de soslayo. Seguía siendo el mismo rostro que había visto en aquella cama postrado hacía ya casi dos meses. La misma nariz un tanto aguileña, las mismas mejillas blancas como esculpidas en la cera de una vela que se apaga, los mismos ojos verdes y profundos, como serpientes enroscadas en el centro de sus córneas, los mismos labios, que ahora se entreabrían para poder respirar ansioso, sin poder creer lo que estaba pasando, lo que estaba viviendo a una velocidad de vértigo. Apreté un poco su mano trémula, mientras le cuestionaba en un susurro:

-Sergey, ¿estás seguro…?

-Sí.-respondió, interrumpiéndome, con gran decisión en la voz. Su mirada se clavaba en el exterior difuso, que hasta ahora y desde hacía meses sólo había podido vislumbrar a través de un vidrio, sin ser capaz de extender los dedos y tocarlo, sin poder cerrar los ojos y sentirlo, incapaz de inspirar hondo y saber que ese aire que respira no está compreso en una bombona, que es natural, y que puede, que puede asirlo en sus pulmones sin ayuda alguna, sin intermediarios, ni ataduras. Dio un paso adelante. Liberó la tensión de su pecho en un profundo suspiro. Y las puertas se abrieron ante nosotros dos…

sábado, 28 de enero de 2012

Capítulo XII


Era una música fuerte y lunática. Envolvía todo el interior de la habitación, resultando mismo insoportable, mas indescriptiblemente tierna. Asomé la cabeza por la puerta, el resto del cuerpo vino después. Oteé todos y cada uno de los recovecos de la estancia, intentando adivinar la procedencia de la música. Era de unos conocidos dibujos animados, de eso no tenía la menor duda, los niños de la planta solían verlos más o menos a aquella hora. Las cuatro de la tarde. Ladeé la cabeza, escudriñando esta vez el espacio en el que estaba internada la compañera de habitación de Sergey. Las cortinas estaban cerradas; la mesita de noche vacía, sin ninguna Biblia ni ningún otro objeto; la bacinilla que antaño había estado repleta de vómito sanguinolento, espeso, completamente líquido, estaba pulcra y limpia, relucía su blanquecino esplendor; la cama hecha, con las sábanas cambiadas, almidonadas, la almohada bien colocada, mudada de funda. Solamente faltaba alguien. Tragué sonoramente saliva, reprimiendo una lágrima, quizás un grito, ansiando llegar lo más pronto posible al lado de Sergey. Me aferré a la cortina amarilla con ambas manos. Tenía miedo. Sí, otra vez aquella sensación que había comenzado a aflorar en mi interior con más fuerza que nunca tras haberme enamorado de él. Miedo. Pánico acaso, tener que volver esta vez a enfrentarme de nuevo a la realidad cruda, desagradable, amarga, nauseabunda. Se acabó. Mi mente volvió a repetir aquellas palabras, producidas con su voz grave y ronca. Ya no hay más quimio. Cerré los ojos fuerte. Joder, cállate, no, no, no, cállate. Digamos que tampoco tienes demasiadas ganas de hacer nada después de que te hayan calificado como “caso perdido”. Puto Domínguez. Mato a ese cabrón, lo mato, lo mato. Que intente volver a decirle eso. Él no era ningún caso perdido, ni ningún paciente 2.074. Era Sergey Valo, mi Sergey Valo, sólo mío y de nadie más. ¿Nadie?...Corrí la cortina suavemente en tanto que abrí los ojos con brusquedad.

-¡Ah!-aquella voz…

Gloria pegó un respingo, aferrándose con más fuerza al pijama de Sergey, escondiendo su rostro con el cuerpo de él, aunque dejando los ojos al descubierto para poder mirarme.

-Tranquila.-me apresuré a decir.-N…No voy a hacerte nada. Puedes seguir aquí.

Ella suspiró suavemente, visiblemente aliviada, dejando su rostro al descubierto; su cabecita calva, sus ojos azules, llenos de vitalidad, curiosos, su nariz pequeña y algo chata y sus orejitas respingonas, que se apresuró en volver a apoyar sobre el pecho de Sergey, mirándome atentamente. Ahora cobraba sentido lo de los dibujos animados. La televisión de la habitación estaba encendida; seguramente Gloria había querido volver a aquel lugar para paliar su soledad. En un acuerdo tácito, ambas orientamos nuestra mirada hacia Sergey. Me torné pálida por un momento, sin siquiera fuerza para poder moverme. Mi respiración se ejecutó trémula, aterrorizada; no daba crédito. Él estaba tumbado en la cama, con la cabeza ligeramente ladeada hacia el otro lado, hacia la ventana. No, no, no, no. Pensé, y entonces sí que estuve a punto de gritar, entreabrí los labios levemente, esbozando una expresión de terror. Escuchamos ambas entonces un suspiro, procedente de los labios de Sergey. Gloria sonrió. Ella ya lo sabía; estaba dormido. Yo también suspiré, pero de alivio; las muertes que habían precedido aquel día me causaban malas pasadas. Me acerqué lentamente, fijando la mirada en el cuerpo de él, instintivamente en su pecho, sobre el cuál se encontraba la niña, abrazándolo; noté que se movía con suavidad, lo que provocó otro suspiro por mi parte. Me digné a volver a hablar, observando de nuevo los ojos azules de Gloria.

-Oye, ¿desde cuándo está dormido?

-Lo estaba cuando yo llegué.-me aclaró, pegando la mejilla sobre sus costillas con más ahínco.

Intentando ante todo no alarmar a Gloria, me senté al borde de la cama, colocándome muy cerca de la cabeza de Sergey. Aquella proximidad, me hacía poder sentir sus leves ronquidos, no demasiado estentóreos, que sonaban como un ronroneo, sofocándose con una fuerte espiración. Instauré mis dedos en su antebrazo, remangándole el pijama; iba buscando algo fijo y eso fue lo que encontré. Un pinchazo reciente, de un diámetro medio, correspondiente a un ansiolítico, atravesaba su vena dilatada, la cual recorría el brazo de arriba abajo, como si estuviese partiéndolo en dos. Cerré los ojos fuertemente, suspirando de manera profunda. Por un momento me había parecido sentir todo el dolor que debió haber sentido él para que tuviesen que tuviesen que inyectárselo; la simple imagen, una enfermera colocándole una mascarilla oprimiéndola para intentar inmovilizarle y otra inyectándole el medicamento, me producía auténtico pánico, mismo me hizo abrir los ojos casi de manera súbita, para intentar que mi mente no volviese a visualizar aquel horror. Aquel jodido horror en el que tantísimas veces había tenido que tomar parte. Deslicé muy suavemente los dedos hacia su pecho, intentando que los notase, mas procurando no despertarlo. Aunque, si el ansiolítico era potente, seguramente pasase lo que pasase permanecería dormido; tal y como dormía él, como un ángel. La luz de la ventana, tan mórbida y acromática, iluminaba la piel de su rostro como una caricia, confiriéndole un color blanco mate. Por el contrario las sombras perfilaban grácilmente las líneas de sus mejillas, resultado de su enfermiza y crónica delgadez, rodeando el contorno de los ojos para resaltar las bolsas y las ojeras que poseía a causa de no poder dormir bien. Su labio superior fino, el inferior ligeramente más carnoso, se separaban levemente entre sí, se entreabrían, para dejar escapar el aire de lo más profundo de sus pulmones, provocando un prolongado ronquido al aspirarlo. Su nuez, bastante pronunciada en su largo y un tanto grueso cuello, del que sobresalía una hinchada vena, en aquel momento mucho más contraída por la disminución de su ritmo cardíaco, se convulsionaba lentamente al respirar, repitiéndolo de manera brusca al tragar saliva. Con la otra mano, le coloqué bien la mascarilla y alcé un poco su barbilla para facilitarle la respiración; noté cómo sus ronquidos se suavizaban. Mis dedos recorrían con especial mimo, derramando en cada movimiento un infinito cariño, su pecho izquierdo. Rodeé su pezón a través del pijama, procurando no tocarlo al ser una zona hipersensible, y poder con eso despertarlo o tal vez incomodarlo. Mis yemas se toparon bruscamente con el bulto que guardaba dentro de sí el tumor que le estaba arrancando la vida, aunque sabía que iba a notarlo; quizás por eso lo acaricié en aquel punto concreto de su cuerpo. Lo inspeccioné a través del tacto, pasando los dedos por encima de él, esta vez sin pudor alguno. Estaba duro, jodidamente consolidado bajo su pezón izquierdo; era bastante grande, aproximadamente de unos tres centímetros, aunque sabía perfectamente que se prolongaba hacia abajo, hacia sus pulmones, que los desgarraba, los devoraba con fiereza, con crueldad. Puto amasijo de células, malditas inesperadas mutaciones. En aquel momento comprendí la impotencia de las personas que acompañaban a los residentes de aquella planta; ojalá, y en aquel momento si pudiese lo haría, fuese capaz de arrancarle ese jodido monstruo de las entrañas, hacer que se le pasara de una vez el dolor, que volviese a respirar bien, lejos de cualquier mascarilla, desvinculado de cualquier hospital. Volví entonces al mundo real. Gloria se había separado de su pecho al notar mis movimientos, y me observaba curiosa, como intentando indagar qué estaba haciendo; Dios sabe qué estaría pensando. Aparté las manos de este, dejando que su pequeño oído volviese a recostarse sobre él en un ademán cariñoso, sin pensar en el bulto siquiera, seguramente sin pararse a notarlo, tan solo buscando comodidad.

-¿Otra vez pesadillas, Gloria?-susurré, intentando sonsacarle el motivo de su visita.

-No. Sólo tenía ganas de verle.-me confesó, despreocupada, aferrando una de sus pequeñas manos a su camisa de pijama.

-Eres la niña de sus ojos. No sé si te lo habrá contado, pero te adora. De verdad que te adora.-reiteré. El comportamiento de Sergey con ella siempre me había parecido una viva estampa paternal.

-Yo también le quiero mucho a él.-respondió, alzando la mirada para poder escudriñar su rostro. Pegó la mejilla con más ahínco en su pecho.-Es como un hermano muy mayor.-no pude evitar esbozar una sonrisa ante aquel “muy”.- Casi, casi como un papá. Siempre ha sido muy bueno conmigo.

Nos sumimos en un breve silencio. Hasta que ella pudo replicarme.

-Él también te quiere mucho. Siempre quiere que vengas a verle, y siempre te da besitos. ¿Sois maridos?
Esa última pregunta me hizo sentirme extraña. Por un lado, mi corazón se encogió, por la mera idea de que Sergey y yo pudiésemos algún día contraer matrimonio, por el mero hecho de que no, no nos daría tiempo. Por otro, contuve una leve risita; seríamos marido y mujer, no maridos.

-¡No!-me apresuré en contestarle, alzando la voz. Bajé el tono levemente.-No, no, no. Sergey y yo somos novios.

-¿Qué son novios?

-Pues…-alcé la mirada.-Es como estar casados…pero sin habernos casado.

-¿Y por qué no os casáis?-insistió, esbozando en su rostro una mirada vidriosa.-Podríais hacerlo aquí mismo. Tú irías muy guapa, con un vestido de princesa, y yo te lo llevaría para que no se manchara, y…Y Sergey iría con la ropa del hospital.-se acercó a mí para susurrarme, en tono confidencial.-Las señoras viejas son malas y no le dejarán vestirse de novio.

Reí levemente, para adoptar acto seguido un rostro irradiante de ternura. Desvié la mirada para observar de soslayo a Sergey, sumido en el dulce sueño que le producían los medicamentos. Quizás él también soñaba con aquel casamiento, con el pasillo revestido de flores y velos blancos, igual que mi vestido, con una kilométrica cola, con un escote delicado y un corte grácil, estilizado, un vuelo etéreo. Y él con el mismo pijama turquesa, con el nombre del hospital grabado a fuego sobre el corazón. Intercambiaríamos las miradas, un vistazo recíproco como los que tantas veces nos habíamos dedicado, y nos dirigiríamos al final juntos, a que nos casase el sacerdote de los enfermos. Cuánto le besaría, en presencia de los médicos, de los enfermos, los niños, indiferente, me daría igual. Se sucederían los besos, o uno se haría eterno, intenso, extenso como el tiempo en sí mismo. Intercambio de fluidos, intercambio de respiraciones, intercambio de esencia, de ser, de sustancia. Por una vez el fin estaría muy lejos, tan lejos que ni llegaría a tocarnos. La enfermedad, el cáncer, su presencia sería por una vez tenue, imperceptible, impensable. Por una vez podríamos mirar hacia delante sin anclarnos en el presente, podríamos planificar, soñar, amarnos, sin nada que nos reprimiese, que nos atase, que nos hiciese daño. Que nos produjese tanto dolor. Sí, sé que si lo hiciésemos, Sergey no sufriría entonces todo aquel tormento; su propio cuerpo, su enfermedad, el maldito cáncer le daría una tregua, un descanso, el tiempo que durase decir dos palabras. Sí y quiero. La duración del beso. Quizás también le dejaría respirar tranquilo el tiempo que durase un abrazo, infinidad de caricias tímidas, ejecutadas con la punta de los dedos, por miedo a que el otro no corresponda; una inmensidad de besos cortos por sus mejillas consumidas, por sus huesos tan finos, sentir en mis labios el roce de su piel tersa. Reprimiría las ganas de llorar, o quizás lo haría por primera vez de felicidad. Y volvería a abrazarle. Y cada latido que golpease mis oídos, cada latido de su corazón, sería un instante más juntos. Juntos, sin nadie que nos separase. Ni nada. Nada. Nada.

-Hm…-escuché un suave gruñido cerca de mi oído, acompañado de un suspiro fuerte.

Giré la mirada hacia la cama de nuevo, tras haberla sumido entre las sábanas largo rato. Sus párpados se entreabrían y cerraban varias veces, dejando sus ojos verdes a la exposición de la luz. Torció los labios en desacuerdo, incomodado al notar la mascarilla sobre su nariz y boca, chocando con ellos contra las paredes de plástico. Orientó la vista hacia su pecho, donde seguramente notaba una dulce presión. La cabecita sin cabello de Gloria seguía acostada allí, medio adormilada, mirando los dibujos de soslayo. Sergey sonrió suavemente, estirando sus dedos para rozarle la nuca, procurando llamar su atención. Su voz sonaba amordazada, muy apagada, debido a la presencia del aparato, aunque Gloria, al igual que yo, supo interpretar sus palabras exhaustas.

-¿Qué haces aquí, pequeña?

-Vine a ver los dibujos contigo.-respondió, separando la cabeza de su cuerpo, más sin soltar la camisa de su pijama. Se colocó de rodillas sobre la cama, a su lado, tirando un poco de él para mandarle incorporarse.

-¿Y qué dibujos…-hizo una pequeña interrupción para satisfacer los deseos de la niña, sentándose en la cama emitiendo un leve gruñido.-estabas viendo?

-¡A Bob Esponja!-se apresuró en exclamar, tirando de nuevo de su camisa de pijama para captar su atención.

Su vista cansada se deslizó hacia la televisión esta vez, soltando un fuerte suspiro por la nariz. Efectivamente, el archiconocido programa que todos los niños de la planta veían. Esbozó una muy suave sonrisa, en tanto Gloria se giraba hacia la televisión, perdiéndose entre los vivos colores de los dibujos. Fue entonces cuando Sergey se percató con una simple mirada de que yo estaba allí. Ensanchó ligeramente su sonrisa. Aquellos ojos no me dejaban lugar a dudas; la posición de los párpados, entrecerrada, el brillo en el centro de la pupila. Me había echado de menos. Y yo a él también, muchísimo. Volvían a echar más capítulos de la serie, y la pequeña cantaba animadamente la canción introductoria. Sergey se rió levemente, haciendo que la máquina produjese un sonido mecánico y gutural al procurar recuperar el aliento.

-Gloria, Gloria.-murmuró entre risas febles, abrazándola por detrás.-Vamos a hacer una cosa.-al decir esto, ella se volteó hacia él, apoyando la cabeza sobre su hombro.-Mira, Isabel y yo tenemos que hablar de cosas de mayores, así que en cuanto acabemos de hablar, voy a tu habitación, y vemos los dibujos juntos. ¿Te parece bien?

Asintió varias veces ilusionada, plantándome un fuerte beso en la mejilla. Le propinó con un sonoro beso sobre la mascarilla, riéndose después de manera pilla tapándose los labios. Se bajó de la cama de un salto y se marchó corriendo de la habitación, con una actitud divertida y aniñada, cerrando la puerta al salir.

-Mi amor.-inicié la conversación en un susurro, repitiendo ese mote que él me había puesto la otra vez. Volteó hacia mí la cabeza, sonriendo ampliamente.- ¿Cómo te encuentras?-proseguí.

-Bien, no hay queja.-arqueó ligeramente la espalda, para poder estirarse como un animalito, provocando un leve chasquido en una vértebra.- ¿Y tú?

-Pues bien también.-carraspeé sonoramente, intentando buscar escusa para hablarle de lo que había visto.-Oye, Sergey, ¿qué te han inyectado en el brazo?

-Ah.-desvió la mirada hacia el lugar en cuestión, donde estaba la marca gruesa de la aguja.-Algo para dormir.-Sabía que iba a seguir preguntándole, por lo que se apresuró en contestar.-Le mandé yo a la enfermera que lo hiciese.

-¿Tanto te dolía?-musité, dejando al descubierto enteramente mi preocupación, frunciendo el ceño en el acto.

-Digamos que no pasé una buena noche.-murmuró en respuesta, procurando no inquietarme demasiado.- ¿Qué hora es?-miró hacia los lados algo confuso, buscando un reloj.

-Son las cuatro y pico. ¿Cuánto llevas dormido?

Se quedó un rato en blanco, calculando mentalmente, con la mirada clavada en mis pupilas.

-Unas doce horas.-sonrió ampliamente.

Yo en cambio fruncí los labios. Intenté en vano imitar su risa, mas me detuve a cavilar. Un ansiolítico que tenga la suficiente potencia para tumbar a una persona durante doce horas suele utilizarse en los casos en los que el dolor o mismo el miedo a padecerlo roza la crisis nerviosa. Seguramente se trataría de morfina. El siguiente paso serían los parches de fentanilo, 50 veces más potentes. Sin moverme de donde estaba sentada, deslicé los dedos por su mascarilla, tamborileándola muy suavemente con las yemas, excitadas y despiertas como nunca.

-Me gustaría saber-murmuré, en un tono mitad irónico mitad consternado.-qué es lo que entiendes tú por “mala noche”.

-Pues eso mismo. No era capaz de dormir, me encontraba incómodo, así que les pedí que me diesen algo.-se encogió de hombros, intentando otorgarle la mayor normalidad al asunto.

En poco tiempo hablando con él, pocas semanas, me percaté de que su orgullo le hace tragarse las quejas hasta el punto de no admitir que se lo había pedido a punto de llorar del dolor y de la rabia, aún a sabiendas de que él no lloraba. Procuré no volver a sacar el tema, sellándolo con un suspiro, en tanto que comenzaba a acurrucarme a su lado, aunque sin subir los pies a la cama. Me rodeó con un brazo, acariciando con él mi espalda, volviendo otra vez a esbozar aquella sonrisa tan dulce.

-¿Qué te ha dicho el médico?-le pregunté, aparentando hacerlo por no permanecer en silencio, quitándole importancia.

-Pues como siempre.-se rascó levemente tras su oído izquierdo antes de seguir hablando.-Dice que el tumor ha avanzado hacia el hígado y la garganta, y me está causando algún que otro quebradero de cabeza, pero no es nada.-se apresuró en añadir esta última frase, mientras se giraba para rozarme la mejilla con la mascarilla muy suavemente. Ese era su beso.

-¿Y cómo tienes el corazón?-murmuré. Recordé aquella vez cuando había ido yo a hacerle la revisión debido a la vagancia ingénita de Domínguez, y mis palabras, que su corazón estaba bien, y él me sonrió, como lo hizo en aquel momento, aunque esta vez con un ápice de complicidad y una pequeña dosis de picardía.

-Compruébalo tú misma.-Las yemas de sus dedos danzaron por uno de los botones de la camisa del pijama, desabrochándolos todos muy poco a poco, tarareando, procurando aguantar la risa.- Chariro chariro.

Me tapé la boca con una mano, estallando en carcajadas. Sé que eso era lo que quería, me preocupaba demasiado, ya me lo había advertido alguna vez, quizás no con palabras, mas sí con gestos. Mientras él se mantenía tan alegre, tan vital, parecía ser yo la que me iba muriendo. Arrastré el trasero para poder colocarlo a la altura de su cintura, colocando las manos sobre su pecho para abrirle la camisa lentamente, alternando con él una mirada pícara.

-Ojalá tuviese un par de billetes sueltos.-bromeé, provocando que esta vez él también se riera. Cuanto más escuchaba aquella risa, más y más me enamoraba de él.

Busqué confort para mi espalda, colocando paulatinamente mi cabeza sobre sus costillas. Una de mis manos se instauró en el costado, para ayudarme a sujetar su cuerpo extremadamente delgado, casi al borde de la anorexia. Mi oído oteó varios lugares de su pecho, donde solamente se escuchaba un feble eco ensordecido por el fluir de mi sangre y por su profunda respiración.

-Con el estetoscopio era mil veces más fácil.-murmuré en tono de queja, procurando no hacerme daño con sus afilados huesos, ni provocarle a él malestar.

-Si quieres se lo voy a mangar a Domínguez. Debe ser la hora de su café.

Soltamos ambos a la vez una leve carcajada. En ese momento, con el movimiento que entonces ejecuté, di con el lugar exacto. Tan cerca de aquel jodido bulto que hasta me daba ganas de arrancarlo de raíz. Cerré los ojos durante un instante; no había nada más alrededor, absolutamente nada. El olor inefable de la piel de Sergey se neutralizó; su tacto suave, y a veces tan áspero; sus ojos verdes, su piel blanco mate, su cuerpo esquelético; mismo la reminiscencia del sabor de sus besos fue olvidada. Tan sólo existíamos en aquella nada ficticia aquel corazón y yo. Como la primera vez, de aspecto semejante a una serie de rítmicas caricias, de una suavidad cuasi característica. El ritmo acompasado, la fuerza exacta, como si uno de los mejores relojeros le hubiese dado cuerda. Inocente corazón, parecía ajeno a todo lo que estaba sucediendo en el cuerpo del amo por el que late, tan despreocupado, ejecutando sólo aquello por lo que sus células habían sido programadas, absolutamente para nada más. Mis yemas curiosas se adentraron a acariciar el vientre de Sergey, haciéndolo cada vez que su corazón se tomaba una ligera pausa para volver de nuevo a latir. Me habría quedado recostada en su pecho durante tiempo y tiempo si hubiese podido, mas añoraba el tono de su voz demasiado como para mantenerme en silencio.

-Está bien, sí.-murmuré, apartándome de su tronco, para que pudiese incorporarse.-Unas ochenta por minuto.

-Venga, ya. ¿Lo has calculado y todo? ¿En tan poco tiempo?

-Bueno, en eso consiste.-sonreí ampliamente, volviendo a apoyarme en su hombro.-Y digamos que Domínguez me ha cargado con el muerto varias veces.

-Esa es mi chica.-volvió a reírse como solía, envolviéndome con ambos brazos. Rodeé su cuello con los míos en una actitud extremadamente cariñosa, acercándome a él para gozar de la mera proximidad. Su piel todavía al descubierto rozaba mi jersey de cuello vuelto; no la notaba directamente, mas estaba allí, fría, palpitante, sentí sus costillas rozar las mías propias, provocándome un leve malestar cuando él cogía aire, al empujarlas hacia dentro. Aún así, no me encontraba molesta, sino cómoda, muy cómoda. Era como si mis brazos estuviesen provistos de millones de electrones rabiosos, y que desatasen toda su carga eléctrica al haberle abrazado, derrochando violentos relámpagos de dulzura.

Fue entonces cuando mi cerebro comenzó a rescatar aquellos detalles que había pasado por alto mientras escuchaba su corazón. Aquel olor procedente de su piel, de cada uno de sus poros, aquel suavísimo y sutil aroma a madera, y a polvo, y a canela. El tacto de sus dedos acariciándome la nuca, raspándola a veces un poco con algún callo producido por horas intempestivas tocando la guitarra o trabajando duro con las manos. Su respiración, tan calmada, tan lenta, aunque innegablemente profunda y fuerte, provocando ronroneos procedentes de su nariz; ronroneos que apenas oía, solamente podía sentirlos al elevarse poco a poco mi cabeza a su ritmo. Su… Lo recordé entonces. En su vientre, atravesando desde cerca del ombligo hasta un costado, de color blanquecino, de brillos rosáceos de carne desgarrada, de zonas sin ni siquiera piel, mal curadas, abiertas como capullos en flor. Me separé de él rápidamente, abriendo un poco más la camisa del pijama ante su mirada atónita para poder cerciorarme. Quizás había sido una mala pasada de mi memoria, quizás mi subconsciente había mezclado términos, imágenes, vivencias, su voz… Y habían creado un recuerdo erróneo. Pero no. Allí estaba.

-Isabel, ¿qué pasa?-me preguntó, hablando muy débilmente. La presencia de la mascarilla, el desconcierto, el cansancio, hacían mella en él.

En un principio no contesté, me limité a palparla en respuesta. En rozar con las yemas de mis dedos aquella carne a la exposición del aire oxidante, frío y corrosivo, provocando una cálida influencia en su piel cetrina y álgida, de aquel color blanco mate, blanco roto, cuasi inmaculado como la grácil cera de una vela. Aquella carne resquebrajada, extremadamente suave, mucho más que el resto de la piel, sin que nada la protegiese más que la ropa con la que él pudiese cubrirla. En los extremos, podían vislumbrarse unos restos de costra, una irritación todavía, por no haber sido tratada como es debido, mas de una forma lo suficientemente certera como para que no se le infectase y pudiese gangrenar. Sergey se percató enseguida de qué es lo que estaba mirando; tragó sonoramente saliva en cuanto notó acercarte mis manos. La apoyó, tras unos segundos de investigación, sobre la mía muy suavemente, procurando que me detuviese, frenarme. Él me miraba a mí, yo la miraba a ella.

Tuve miedo.

-Supongo que el momento ese de la canción ha llegado.-susurró, gravemente, con un atisbo de ronquera en su voz.

-¿Cómo te hiciste esa cicatriz?-le cuestioné secamente.

-Bueno, esta tiene cosa así de año y medio.-con su gélida mano sobre la mía, las deslizó sobre toda su estructura, siguiendo la trayectoria recta que describía.-Es una historia que no estoy seguro de querer contar ni de que tú quieras oír.

-Cuéntamela.-esta vez hablé con un tono lastimoso, apresando con mis manos su camisa de pijama, todavía sin cerrar del todo. En mi mirada creció, se extendió con rapidez, un dolor tal, que le hizo mismo palidecer.
Tomó aire fuertemente por la nariz, dejando de sostener mi cuerpo entre sus brazos. Se acostó en la cama en un ademán exhausto, manteniendo la espalda ligeramente arqueada para que las sábanas no rozasen de la mitad hacia arriba de su tronco. Noté en su simple mirada que estaba deseando poder contárselo a alguien, a sabiendas de que pudiese preocuparme.

-Vamos a ver por dónde empiezo…-musitó inicialmente.-Ya te dije que mis padres murieron, y que tuve que pasar mi adolescencia en un orfanato. Pues en cuanto cumplí los dieciocho, que era la edad máxima de estancia allí, me metí a trabajar en un bar hasta poder terminar los estudios básicos y reunir algo de pasta, y en cuanto los tuve, me largué de Rusia. No sé por qué lo hice, seguramente porque no había nada que me atase allí. Ni familia, ni amigos…Bueno, sólo Sascha, y él ya había salido por piernas de Moscow en cuanto tuvo la más mínima ocasión. Por otro lado, piénsalo, mis padres habían muerto en aquel sitio, en una calle concurrida además de la ciudad, por culpa de un puto borracho. Siempre pasaba por allí, y siempre me comía algo por dentro. Además, no podía seguir sirviendo copas pensando que quizás se las estaba dando al asesino de mis padres.-negó con la cabeza, dando a entender que se había ido por las ramas.-El caso es que me largué con lo puesto. Con una muda limpia y el dinero que había ahorrado en el bolsillo. Me pasé años y años viajando, desde los veinte que pude largarme, hasta los veintimuchos. No recorrí toda Europa, pero poco me faltó, y apenas me quedaba un año en cada lugar, quizás unos meses, y luego volvía a irme. Hasta que me detuve aquí. Fue como una especie de autodeterminación. Recuerdo que hice balance al bajarme del barco, en…-pensó detenidamente el nombre del lugar.-Vigo. Estaba exhausto, lo suficientemente lejos de Rusia, y necesitaba un empleo y una casa fijas para poder asentarme y descansar, en lugar de seguir viviendo como un gitano. Había oído hablar a madre de este lugar; decía que aquí había muerto el apóstol nosequién y que le habría gustado venir. Al llegar sentí que había cumplido su deseo, fue una sensación muy rara.-sonrió levemente, mostrándome sus dientecillos.-Me puse a trabajar de peón en una obra, viviendo en un piso compartido con una familia de rumanos. Las condiciones eran bastante malas, pero tenía para comer y para ahorrar y alquilar un piso para mí solo. Además, la madre rumana me pagaba a veces por cuidarle de los críos pequeños, que eran seis o siete.-hizo una pequeña pausa para respirar hondo. Lo duro llegaba ahora.-El capataz de la obra tenía una hija también, más o menos de mi edad. Pelo negro, piel ligeramente tostada, ojos negros, bastante despampanante, Juana se llamaba. Vamos, que la tía se fijó en mí, como se podía haber fijado en cualquier otro. Se me acercó un día, mientras preparaba el hormigón, y comenzó a hablarme. Yo no entendía una mierda de español, así que me quedé en blanco, tragando saliva sin articular una palabra. Ella acabó por ofrecerse para aprenderme el idioma, a cambio de ser alumno y profesora con derecho a roce. Tras unas cuantas clases, me propuso casarse con ella para poder conseguir la nacionalidad más rápido, decía. Acepté como un estúpido. Ya te dije que sólo quería asentarme.-se rascó tras el oído de nuevo, con insistencia.-Lo peor vino después, cuando sabía que me tenía amarrado y bien amarrado. Ella…Tenía un par de hermanos. Mellizos, quizás.-clavó la mirada en las sábanas. Cada vez le costaba más comenzar una nueva frase.-Y…bueno…no les debía convencer que su hermana estuviese casada con un extranjero, o simplemente eran xenófobos, no estoy de todo seguro. Pues…-carraspeó fuertemente, aferrándose con una mano al tubo conectado con la mascarilla.-no dejaban de insultarme cada vez que me veían, de humillarme, y mismo…-se acarició el vientre, justo donde lo atravesaba la cicatriz.-A pegarme. Cinturones, bates, palos… Con todo lo que encontraban. Con cosas afiladas que me dejaban en carne viva, y que me hacían sangrar mucho.-retorció el tubo de plástico entre sus dedos. Aquellos recuerdos ciertamente eran los que dejaban su alma en carne viva.-Y me rompieron huesos; una pierna una vez, la muñeca otra…-suspiró fuertemente, aumentando otra vez la potencia de entrada de oxígeno.-Y Juana no era mucho mejor. Se lo acabé contando. Después de haberme llevado a urgencias tenía que saber qué pasaba.-volvió a bajar la cabeza, arrancando un quejumbroso suspiro.-“Es que eres un mierdas, no eres más que un puto ruso que me encontró por chiripa”-imitó la voz de ella, adoptando un tono chillón y un ademán de repulsión en su rostro.-Una vez…hasta me perforó el tímpano de tanto gritarme. Casi me tienen que operar. De hecho, aunque no lo admita, no oigo muy bien.-murmuró, señalándolo con el índice. Era su oreja diestra.-Igualmente, menos mal que ya tenía la Seguridad Social y no tuve que pagar nada, porque si no me arruinaba.-Aprovechó el dedo alzado para rascarse tras el oído.-Hasta que llegó un día en el que se acabó. Me planté frente a ella y le grité cuatro cosas bien dichas, entre ellas que quería el divorcio, y que se metiera todas sus clases, la nacionalidad, y sus mariconadas por el culo. ¿Y sabes lo que me dijo antes de irme de su casa? Tú no eres más que un puto ruso.-cogió aire fuerte con la nariz, antes de proseguir.-Cuando me largué de allí no tenía nada. Ni casa, ni empleo, ni esposa, ni dinero. Eso sí, por fin era un ciudadano español, y eso no me lo quitaba nadie. Había estado un maldito año casado con ella para poder serlo, y ahora nada me ataba. Me tuve que buscar yo solo la vida desde entonces. Tramitamos el divorcio a distancia, casi sin vernos, durante casi otro año más.-echó la cabeza hacia atrás, apoyando la nuca en el cabecero de la cama.-Conseguí tras mucho forcejear empleos en varias obras…y luego vino el cáncer y…Supongo que el resto te lo vas imaginando.

Escuché completamente en silencio toda la historia, no articulando ninguna expresión en mi imperturbable semblante, hasta que dejó de hablar, para observarme de soslayo. En cierto modo, seguía preso a su vida pasada mediante cadenas que adoptan la forma de mascarillas, tubos, cables, cárceles con paredes blancas, maniatado por las vías del suero. Adopté entonces un fortísimo ademán de cólera, de rabia, de impotencia, negando reiteradas veces con la cabeza. ¿Eso era verdad? ¿Las cicatrices…? No tenía nombre, sencillamente algo así no tenía ni nombre. Creo que si en ese preciso momento entrase por la puerta su ex mujer, aplicaría sin dudarlo ni un solo instante el ojo por ojo. Pronunciaría palabras ininteligibles si hiciese falta para expresar el absoluto desprecio que sentía hacia ella, también le chillaría al oído, sin importarme las consecuencias, hasta que comenzase a derramar sangre en su interior. Y sus hermanos…uno contra dos, si hiciese falta, o si no, toda la pandilla de niños de la planta se aliarían para cobrar por su falta, simplemente al saber que fue mancillado un solo cabello, una sola escama de piel del cuerpo de Sergey. Arranqué furibunda palabras como flechas al aire, confiando, en la distancia, acertarle en el mismo medio de la frente:

-Esa maldita…-cavilé unos instantes con ira la palabra adecuada, con el sentimiento de ser demasiado suave para expresar mi opinión sobre ella.-guarra…No entiendo cómo se le pudo ni pasar por la cabeza hacerle daño a alguien como tú, me es imposible imaginarlo.-hablaba reforzando mis palabras con una cruda entonación, gesticulando salvajemente.-Esa gente es que no se merece…no se merece…

-Nuestra atención.-interrumpió Sergey, hablando a pesar de la mordaza que le suponía la mascarilla, tomando ambas manos entre las suyas, cruzando miradas.-Eso es lo que no se merece. Tú eres una mujer inteligente, culta, razonable. No pierdas el tiempo con escoria de ese calibre.

-Por culpa de ellos estás así.-le confirmé, al haber visto casos parecidos.-El estrés, la violencia doméstica, el miedo, todo eso puede degenerar en una depresión. Y eso aumenta considerablemente las posibilidades de que una persona de treinta padezca un cáncer tan severo como una de cincuenta…
-Pero lo iba a padecer igual, ¿no es verdad?

Esa pregunta me dejó bloqueada durante unos instantes, y él la había formulado con tanta decisión, sin miedo a conocer la respuesta. Ejercí un ápice de presión sobre sus manos, asintiendo con la cabeza lentamente.

-Muy probablemente. Quizás por un factor genético, o por el tabaco…Estaba creciendo dentro de ti desde hace años, seguramente, aunque no lo notases. No es un proceso instantáneo.

-Entonces qué más da ahora que a los cincuenta.-otra vez aquella mirada rebosante de esperanza, poseedora de aquel brillo cetrino, acariciaba la mía con infinita dulzura, quizás ligeramente resignada al destino que había tenido escrito en sus pulmones con una tinta indeleble de angustia, crueldad y desolación. Nunca vencería aquel nato sino mientras conservase todavía la sonrisa que se dibujó en su rostro, que parecía una de las perfectas líneas que había trazado en sus bocetos, quizás como el escamado lomo curvo de una serpiente, tan llena de esperanza, trasluciente de tantísima ternura. Continuó hablando, con aquel tono pausado de voz, ensombrecido, acallado por la mascarilla, que semejaba sobre su boca una urna de cristal donde contener sus palabras.- ¿Sabes? Cuando me dejé con Juana comencé a vivir otra vida distinta. Una vida de olvido. A partir de entonces fui Sergey Valo, ciudadano español. Hijo de la acera y del asfalto. Con pasado de niebla y sueños de nubes. Un desconocido, un extraño hasta para sí mismo, uno que escribía su vida…en un papel completamente en blanco.-unió las yemas de sus dedos pulgar e índice y los movió hacia arriba y hacia abajo, hacia la diestra del aire, volviendo de nuevo a sonreír con aquella melancolía, formando unas levísimas arruguitas en el entorno de sus ojos verdes, y unas algo más marcadas en sus mejillas, a ambos lados de sus labios.-Pude vivir bien así, me sentía más... no sé. Más…-tomó aire fuertemente por la nariz, entrecerrando los ojos, para volver a abrirlos en una sonrisa.-Libre. Pero luego me puse enfermo, y es un poco difícil comenzar de cero desde la cama de un hospital. Así que desde eso…inicié una vida de recuerdo. Todo lo que he sido a lo largo de toda mi vida, todas las personas que me fueron formando, en aspectos positivos o no, volvieron de nuevo a mi mente como una tormenta. Madre, padre, Sacha…Juana…Esta vez no escribía una vida, solamente pasaba la ya compuesta a un folio nuevo con mejor letra. Y no sólo la mía. Todos los residentes de la planta me acabaron contando cosas sobre su pasado, y tenían miedo. En cierto modo, yo también lo tengo.-se señaló, colocando su palma extendida sobre el pecho. Se hizo un breve silencio, en el cual, apresó levemente la camisa del pijama con los dedos, desviando la mirada como solía hacia la ventana. En el cielo se vislumbraba un orvallo suave, acompañado de un viento desgarrador que azotaba los frágiles troncos de los árboles del jardín en el que los pacientes salían a pasear. Aunque Sergey había recorrido otros senderos.

-¿De qué tienes miedo?-me apresuré a preguntarle, ladeando la cabeza para volver a encontrarme con su mirada. La preocupación que sentí claramente se hizo patente en la expresión de mi semblante. Igual que si una serpiente enroscada en mi cuello pugnase por dejarme sin aire.

-De que otro tiempo pasado fuese mejor. De que la enfermedad me lo pudiese robar todo. Miles de oportunidades desaprovechadas, miles de sensaciones que no pude experimentar, miles de vidas nuevas que no pude vivir.

Interrumpió, para clavar de nuevo su esmeraldina vista en el paisaje empapado de las lágrimas del cielo. Aunque sus ojos no eran como esmeraldas; piedra demasiado cara, demasiado artificial, falsa, superficial. Eran el cúmulo de recuerdos marchitos que como hojas caían muy suavemente sobre su corazón, queriendo pudrir su maquinaria en lastimosos latidos derrochados por algo que no pudo impedir, que no pudo esquivar, que simplemente venía escrito. Sus ojos eran como la hierba empapada por la lluvia, que nunca se atrevería a salir de ellos, a no ser que cruzase su alma una tormenta eléctrica como un puñal prendido en llamas de átomos en estado excitado. Como el reflejo de la lluvia en el río, la superficie temblando al reírse, vibrando con tanta dulzura al ser arrastrada por una corriente de tristeza. Sus iris eran dos serpientes mordiéndose a sí mismas la cola, girando con rapidez hasta difuminar sus escamas verdosas, manteniendo la muerte alejada con su eterno devenir. Eso eran.

-Sergey, dime una cosa.-giró la cabeza hacia mí. Al ver que me había colocado sentada a su lado, mas mirándole frente a frente, me devolvió la recíproca mirada.-¿Qué es lo que te resultó más duro, vivir una vida de olvido o una vida de recuerdo?-no dudó ni un solo instante en responderme, en un amortecido susurro.

-Vivirla solo.