jueves, 20 de octubre de 2011

Capítulo X


I can’t feel my senses.
I just feel the cold
All colors seems to fade away
I can’t reach my soul.
I would stop running
If I knew there was a chance
It tears me apart to sacrifice it all
But I’m forced to let go.
Tell me I’m frozen, but what can I do?
(…)
You wont forgive me
But I know you’ll be allright.
(…)
Shattered pieces will remain
When memories fade into emptiness.
Only time will tell its tale
If it all has been in vain.
(…)
And you tell me I’m frozen, frozen…


Within Temptation-Frozen

 


-Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Por eso ruego a Santa María siempre virgen, a los ángeles, a los santos, y a vosotros hermanos que intercedáis por mí ante Dios Nuestro Señor.

Por todo el pasillo resonaban aquellas palabras, aquellas plegarias de la garganta cavernosa de un hombre mayor. Intenté averiguar su fuente, pisando muy despacio las baldosas blancas, amortizando el golpear incesante de mis tacones. A medida que iba avanzando, comenzaba a distinguir un sonido, una voz profunda y ronca que cantaba a coro con la otra, aunque pronunciando unas palabras distintas. Miré de reojo a cada una de las habitaciones, orientando el oído hacia ellas, procurando conocer de quiénes eran aquellas voces que rezaban. En cuanto llegué a la habitación 200, me di cuenta de que se acrecentaban en aquel punto, tras la puerta. Por un momento llegué a asustarme, aunque opté por colocar la mano sobre el picaporte, haciéndolo girar hacia la derecha muy lentamente, hasta que escuché cómo las bisagras cedían y se abría ante mí la puerta inmaculada, dejándome ver, de un primer vistazo, al señor dormido en la cama, con un aspecto demacrado y moribundo, y la ventana por la que siempre miraba Sergey, que emanaba una fulgurante luz blanquecina. Seguramente estaba a punto de llover. Pasé al lado del otro enfermo, que logró, no sin esfuerzo, entreabrir los ojos para mirarme, con un ademán de dolor, para después girarse hacia el suelo súbitamente y comenzar a vomitar, ráfagas y ráfagas de sangre. Me acerqué a él en un impulso para sujetarle el pelo y pulsar el timbre que había al lado de su cama para llamar a un enfermero. Volvió a acostarse, no sin mi ayuda y esbozó una pequeña sonrisa. Quizás dentro de sí mismo estaba arrepentido de lo que había hecho, o eso quiero pensar. Tras hacerlo, volví a emprender el camino hacia aquellos murmullos, acercándome a la cortina amarilla.

Había algo bello en la imagen que vi que me hará recordarla siempre. Un sacerdote, de una edad bastante avanzada, se encontraba enfrente de Sergey, dictándole, una tras otra, infinidad de oraciones, con una voz que impondría respeto al mismísimo Demonio, con cada una de las vibraciones que le confería al ambiente. Sergey se inclinaba ligeramente hacia delante, remarcando sus afiladas vértebras, lo largo de su espalda, como si fuesen las cuentas de un rosario. Tenía las piernas encogidas, y acercaba las rodillas a su pecho, seguramente para guarecerse del frío, o quizás intentando encerrar sus rezos en el recinto de su cuerpo. Sus dedos largos se entrelazaban, al igual que si mutuamente se estuviesen abrazando, y los acercaba a sus labios finos, levemente agrietados, de color apagado, mientras bisbiseaba sin descanso contra ellos; si omitía las palabras del cura, podía escucharle pronunciar las eses, que sonaban como el silbar de una serpiente, como la de su nuca, la cual se entreveía bajo el gorro de lana negro. La luz que desprendía el cielo ceniciento iluminaba sus facciones de manera suave y delicada, como una caricia. Observé aquella imagen durante un rato, sin ni siquiera hacer ruido al respirar. El sacerdote fue el primero en percatarse de mi presencia, y dejó de rezar en seco. Sergey entreabrió sus ojos verdes, algo confuso.

-Creo que tienes visita, hijo.-dijo, con una sonrisa, señalándome.

Sergey se giró levemente hacia mí, enderezando la espalda. Sonreí levemente, algo turbada, mientras me acercaba a él y me sentaba en el borde de la cama. Saludé con un tímido “hola” al párroco mientras me dejaba acurrucar en los brazos de Sergey, arrimando la mejilla a su clavícula. Tardó un rato en separarme de él, todavía cogiéndome de la mano, sonriendo. Desvió la mirada hacia el sacerdote y asintió, indicándole que podía continuar. Lo hizo, volviendo a inundar de palabras roncas toda la habitación. Pude identificar que Sergey rezaba en un idioma diferente, seguramente ruso, el idioma en el que le enseñaron a hacerlo. Apoyé la cabeza sobre su hombro, sin mediar palabra, para no entorpecer el oficio. Los murmullos de Sergey, aún sin entender lo que estaban diciendo, eran un sonido tranquilizador, suave, sereno, pausado, y a la vez con un toque ansioso, que se hacía patente en la profundización de su respiración. Entreabrió poco después los ojos, mientras el párroco levantaba la Hostia sobre nuestras cabezas, sermoneando:

-Tomad, y comed todos de él, porque este es mi Cuerpo.-en ese momento, tomo el cáliz, rebosante de vino tinto de aspecto similar a la sangre que había emanado el anciano desde lo más profundo de sus entrañas.-Tomad y bebed todos de él, porque esta es mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna que será entregada a todos vosotros.

En ese momento, acercó la oblea a los labios de Sergey. Los entreabrió levemente labios, para poder introducirla en su boca, acompañada de un solo trago de vino. Fue entonces quizás cuando caí en la cuenta. Le estaba dando la Extremaunción, el sacramento de la Unción de Enfermos del que tanto había oído hablar en el catecismo. No. Quise echarme a llorar en aquel momento. ¿Realmente estaba tan mal…? Me alejé un poco de él, algo asustada, dejándole espacio. Me mordí los labios, y aguanté estoicamente el resto del oficio, hasta que el párroco se quedó en silencio, y se inclinó hacia Sergey.

-Bueno, no sé si en…tu país.-murmuró, con cierta repulsión.-te lo han enseñado, pero…ahora debes…bueno, ayudar a la Iglesia para conseguir tu salvación eterna.-alargó la mano.

Él se le quedó mirando, completamente confuso. Sabía perfectamente lo que el cura quería, mas no sabía de dónde sacarlo para poder pagarle. Saqué de mi bolso la cartera, alargándole un billete de 20, sin mirar.

-Váyase de aquí.-concluí, mientras se lo entregaba.

Él me obedeció, no sin antes echarnos un par de bendiciones.

-No sabía que…-se excusó Sergey, en cuanto oyó cerrarse la puerta.

-Aquí no hacen nada de gratis los muy buitres.-coloqué ambas manos en la cadera, en un gesto de indignación, mascullando las palabras como si fuese a escupírselas al cura.

Se recostó en la cama, soltando un leve suspiro, como sintiéndose engañado y a la vez molesto por haber dejado que yo le pagase. Acomodó la espalda en la almohada, moviéndola hacia los lados levemente para hacerle un huequecito. En cuanto apareció uno de su gusto, se quedó inmóvil, relajado, volviendo a espirar de un golpe. Sus ojos me observaron de soslayo. Tengo la impresión de que supo de inmediato lo que iba a preguntarle.

-Él había venido a hacerle la Extremaunción al viejo. Padre me había hablado mucho de esas cosas cuando todavía vivía, así que…bueno-se encogió de hombros.-toda precaución es poca.

Asentí, enredando un mechón de mi pelo entre los dedos y soltándolo detrás de la oreja. En ese momento, volví a deslizar la vista hacia el pecho de Sergey. La imagen de aquella Virgen, de aspecto similar a las de las iglesias ortodoxas, algo alargada, quizás inexpresiva en sus labios, mas me atrevería a decir que podía vislumbrarse un ápice de bondad maternal en sus ojos, más blanca de piel que una Virgen normal, descansaba plácidamente sobre el esternón, sin golpear contra él como la última vez. Seguramente las oraciones la habían alegrado.

-¿Eres creyente?

Fue un acto reflejo que se rascase tras la oreja.

-No, soy ateo, creo. Pero padre y madre lo eran, y me enseñaron todo eso, y me bautizaron cuando era niño.-desvió la mirada a la ventana y suspiró hondo, largo.-Me dan envidia las personas que sí lo son, ¿sabes? Porque creen en la vida después de la muerte. Aunque estén retorciéndose de dolor en la cama de un hospital-describió la escena con repulsión, aunque de fondo su respiración temblaba, igual que si arrojases una piedra con fuerza al agua y escuchases el rumor de su superficie trémula.-saben que van a poder seguir viviendo, y que se van a reencontrar con las personas que quisieron y que tuvieron que perder. Es muy triste, créeme, muy triste tener que ver pasar el tiempo y tener que llevar como bandera el pensamiento de que vas a ser un puñado de abono para la tierra. Punto.-me miró entonces a mí, esbozando una tímida sonrisa.-Se puede decir que busco a Dios entre la niebla.

“Machado”, pensé para mis adentros sonriendo de manera leve; desde luego demostraba una y otra vez que tenía una cultura impresionante. Pensé de nuevo en lo que me había dicho, analicé el tono de su voz, de convicción, y a la vez de miedo, y volví a tornarme seria.

-¿Y el colgante?-lo señalé con el índice, casi como si fuese una espada.

-Ah, eso.-lo miró de reojo.-Era de padre. Lo único que pudieron salvar de él.-volvió a rascarse tras la oreja, pero con mucha menos fuerza.-Mira,-volvió de nuevo al tema de las creencias.-sé poco sobre la muerte, pero lo que sé es seguro. La muerte me brinda dos cosas que necesito muchísimo:-levantó los dedos índice y corazón, para enumerar.-El alivio absoluto-bajó un dedo.-Y el descanso eterno. Por otro lado, la vida me da dolor, pero a la vez me da placer. No me da descanso, pero sí calma. Y luego…-erguió la mirada, para dirigirla hacia mí.-En la vida estás tú. Vale la pena luchar por algo así.

Sonreí de lado, agradecida por sus palabras, conmovida. Nos quedamos un momento en silencio, sepulcral y absoluto. Solamente interrumpido por la respiración de Sergey, un poco más agitada que de costumbre, haciendo que la Virgen convulsionase sobre su pecho marmóreo y frágil. El viento que golpeaba contra la ventana había que las gotas de lluvia fuesen el pizzicato del violín de la niebla. Le di la espalda, rebuscando algo en mi bolso. No soportaba estar callada.

-Te traje algo.-clamé, volviendo a girarme hacia él.

El papel de regalo, de un color gris metálico, tenía un lacito azul que sostenía una pegatina, publicidad de la tienda, a la par que otra, blanca con letras doradas, que rezaba: “Felicidades”. Sergey soltó una carcajada.

-Sabela, que hoy no es mi cumpleaños.

-Le dije a la dependienta que me pusiese otra pegatina, pero ni puto caso.-me encogí de hombros, riendo.-Ábrelo, anda.

Toda la paciencia que demostraba normalmente se desvaneció de golpe, y comenzó a rasgar el papel de regalo, haciendo ceder el celo hasta la rotura. Apuesto a que hacía demasiados años que no le compraban nada. Quizás tantos que ni siquiera se acordaba. “No me digas que lo compraste con mi dinero” me reprendió, a lo que yo respondí que no iba a contárselo. No, no lo había hecho. Tras reducir el papel a añicos, se mordió los labios al ver el interior, y sin soltarlos esbozó una sonrisa, tomándolo entre las manos. Era un gorro de lana, del mismo color del cielo. Gris.

-¿Te gusta?-le cuestioné, algo nerviosa.

-Me encanta.-se rió de manera nerviosa, sonriendo amplísimamente.-Me lo voy a probar ahora mismo.

Se quitó su gorro negro, tirándolo a los pies de la cama, y se atusó el nuevo, esquivando las etiquetas, antes de disponerse a colocarlo. Lo detuve, apresándolo por la muñeca, sin perder de vista su cabeza.

-¿Qué…coño…?-susurré.

Efectivamente, infinidad de cabello castaño oscuro, aunque todavía bastante corto, se observaba con total claridad. No pude evitar ponerme completamente tensa.

-Mierda.-musitó.

-Mierda nada. Ya me lo estás explicando.

Supo que no podía hacer nada para volver atrás. No me olvidaría del asunto, seguramente no tardó en notarlo en mi expresión inquisitiva. Cogió aire con fuerza, optó por contármelo, sin ni siquiera mirarme a los ojos, rascando obsesiva e instintivamente tras su oído.

-Isabel.-su voz sonaba serena, aunque en un tono extremadamente bajo.-ya no hay más quimio. Se acabó.

-¿Co…Cómo que se acabó?

-Los médicos no van a seguir con el tratamiento. Dicen que fueron demasiados meses aplicándomelo, y que ya no hay nada que hacer.

Me quedé sin respiración.

-Sergey…no me jodas. No me jodas, anda, no me jodas.-negué. Me negaba a creerlo.- ¿Cuándo te lo dijeron?

-Hace un par de semanas.

-Después de habernos conocido.-susurré incrédula.- ¿Y no pensabas contármelo nunca?

-No sabía cómo.-se excusó. Su respiración todavía sonaba más ansiosa.

-Debiste haberles mandado a la mierda.-exclamé, aunque conocía de sobra casos en los que los médicos habían suprimido tratamientos así, y mismo yo había ejecutado aquellos bruscos cortes a infinidad de pacientes.

-Sí, Isabel, sí. Prueba a decirle eso a gente que sabe mil veces más que tú. Por no hablar de que ellos han estudiado eso que tú tienes circa unos 6 años, y que han tratado a más personas con tu enfermedad de las que te imaginas.

Volví a negar con la cabeza insistentemente.

-Y digamos que tampoco tienes demasiadas ganas de hacer nada después de que te hayan calificado como “caso perdido”. –musitó como conclusión, con la voz rota.

En cuanto pronunció aquellas palabras fui yo la que comencé a respirar agitada. Moví la cabeza de un lado a otro, sin perderle de vista, intentando buscar el momento en el que me dijese que aquello era una broma de mal gusto. Su única respuesta fue un suspiro, que parecía desgarrarle el pecho como un bisturí que abre un cuerpo en dos.

Me desmoroné, de repente, bruscamente. Me dejé caer sobre su pecho en un golpe seco y escondí mi rostro en él. Solté un chillido fortísimo, con el que liberé de todo aquel dolor, expulsándolo por mis ojos como si fuese bilis. Mi respiración se entrecortó, a medida que iba soltando intermitente sollozos amordazados que imprimí entre sus costillas. El segundo grito también lo oculté oprimiendo mis labios contra la camisa de su pijama. Ahogué más gemidos agudos, que a la vez me calmaban y me descuartizaban por dentro, me arrasaban la garganta como si fuesen ácido. Sergey me estrechó contra sí con fuerza, sin decir nada, no podía decir nada, él también sentía el ácido en la garganta. Aunque sus ojos estaban secos como arenales, no era capaz ni de respirar. Hubo un momento en el que noté su mano trémula sobre mi pelo, acariciándolo de forma vertical. Alcé la cabeza, cegada por las lágrimas, y comencé a besarle. Sus mejillas quedaron empapadas por mi sufrimiento, y sus labios, con el que atrapé el aire que expulsaba. Nos miramos un solo instante. Un instante en el que nuestros ojos se tornaron igual de húmedos, aunque los suyos no derramaron ni la primera lágrima. Volví a esconder la cabeza en su pecho, apoyando mi oído sobre él. Sabía que me calmaría, me calmaba escuchar su corazón. Sabía que estaba vivo mientras siguiese latiendo insistentemente. Como en aquel momento, en el que golpeaba con tantísima fuerza que provocaba que me saltasen las lágrimas, me oprimía las sienes. Sergey sacó fuerzas de flaqueza para comenzar a hablarme, con una congoja permanente en su voz quebrada.

-Sabela, no llores, mi vida. Vamos, no llores, que me mata oírte llorar. Tienes razón, mira, tienes toda la razón, debí mandarlos a la mierda y lo voy a hacer. En cuanto vuelva ese mamón te juro que se lo voy a decir, y me va a seguir tratando quiera o no.

Quizás no fueron sus palabras las que lograron tranquilizarme tanto como el tono de su voz y el cada vez más suave latir de su corazón. Solté la camisa de su pijama poco a poco, pues la tenía agarrada con fuerza, y comencé a acariciarle el pecho derecho, deslizando mis dedos hacia su esternón para entrar en contacto directo con su piel. Apenas giré levemente la cabeza para besar, a través de la tela, su pecho, justo encima del corazón, donde estaba escuchando. Noté un poco más abajo, rozando mi barbilla, aquel bulto, que me hizo apartarme de manera brusca, aunque sin llegar a separarme de él por completo. Él me acarició la frente para apartarme el pelo de los ojos sin decir nada.

-¿Sabes?-susurré.-He oído que hace tiempo… para un experimento científico, esas cosas, cogieron a un hombre y lo ataron a una cama. Le dijeron que le harían un corte en la muñeca y que escucharía su sangre gotear contra el suelo.-posé la mejilla sobre su pecho.-Sólo he rasgaron un poco en el pulso, tan poco que no tardó en cuajar la herida, y lo único que goteaba era agua de un gotero colocado explícitamente en su muñeca. Llegó a morir sólo por creer que lo estaban matando.-rodeé sus costados con mis brazos y los estreché con fuerza.-Sergey, sé que si te convences a ti mismo de que vas a curarte, podrías curarte. Si la auto-convicción sirvió para que alguien se muriese, sé que servirá para que alguien se salve. Es lógico.

Él asintió sin articular palabra alguna, suspirando por la nariz. Estaba cansado, no podía negarlo, no podíamos ninguno de los dos. Estaba profundamente agotado, pero tenía que seguir manteniéndose despierto. Por mí. Que no me había separado de su pecho ni un momento, seguía acurrucada en él, sintiéndome segura, cómoda. Escuché entonces una débil vocecilla procedente de tras la cortina. “Sergey”. Él giró la cabeza, a la par que yo, para averiguar de quién se trataba. Era la niña que había estado aquí el otro día, tocando la guitarra con él.

-Gloria. ¿Qué haces aquí, pequeña?

Ella no dijo nada. Se limitó a mirar al suelo consternada.

-Otra vez pesadillas, ¿mh?

-Chi.-respondió, con un hilo de voz.

-Ven,-le hizo un gesto con la mano, para que se acercase.-ven a dormir aquí, anda.

Dejé de abrazar a Sergey, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano, para dejarme paso a Gloria, que se acercaba a la cama con paso lento, fúnebre y tímido. Se subió a la cama. Acostó la cabeza en la almohada. Él la colocó en su sitio, pues estaba contra el cabecero para poder estar sentado. Se tumbó enfrente de ella y la arropó.

-¿Te has tomado la pastilla que te ha dado la enfermera?-susurró, con voz dulce.

-Chi.-volvió a contestar, acercándose a Sergey, aprisionando su camisa con las manitos.

-Pues ala, cierra los ojos verás como duermes en nada.

Ella le obedeció. Sus párpados cayeron poco a poco, sin hacer presión. Sus dedos también se relajaron, aunque sin soltar todavía la ropa de Sergey. Profundizó su respiración, ejecutándola con un ritmo lento y pausado. Tardó un rato en dormirse por completo, mas el silencio que imperaba en la habitación, a la par del dulce tacto de Sergey, de su mera presencia, tranquilizadora, la hicieron finalmente sucumbir. Él soltó un suspiro de alivio, acercando su rostro al de ella para darle un paternal beso en la frente.

-Ya se ha quedado dormida.-me susurró, sonriendo, invitándome a que me acercase de nuevo.

Me arrodillé al pie de la cama y apoyé la cabeza en la almohada. Sólo Gloria nos separaba a Sergey y a mí. También alcé la mano para acariciarle el tronco, tapado por la sábana blanca con el nombre del hospital bordado. Soltó un gruñido de aprobación y se acurrucó más insistentemente junto al cuerpo de Sergey. Noté un leve pinchazo en medio del pecho al ver que me había correspondido. Le miré. Y él me miró. Y nos sonreímos.

-Oye, esta niña me suena mucho.-murmuré, en voz baja.-Es la de la 150, ¿me equivoco?

-En absoluto.-negó con la cabeza, sin hacer un movimiento brusco.

-Si no me equivoco tiene un hermano. ¿Acaso no recurre a él cuando tiene pesadillas?

Sergey frunció el ceño, en un ademán de angustia. Su cetrina mirada se clavó en la mía.

-Tenía. Murió hace un par de noches.

No fui capaz de contestar, me quedé completamente en blanco. Prosiguió:

-El niño estaba muy grave, Sabela, tenía cáncer en fase 4. Sufrió una parada cardiorrespiratoria así, sin más, pero créeme que la necesitaba. Tenía mucho dolor.-desvió la mirada. Era como si aquel sufrimiento que había acarreado el pequeño se lo hubiese pasado a él.-Desde entonces Gloria viene cada poco tiempo a mi habitación. Las pesadillas son un pretexto como otro, pero no la culpo. Acaba de perder a su hermano, se siente sola, y yo soy la única persona en quien confía. Aunque las enfermeras siempre la echan de aquí en cuanto la ven. Les pedí que la trasladasen a mi lado y que cambiasen a la vieja, o que fuese yo a la cama del hermano, pero ni puto caso. Como hablar contra una pared.

Me mordí los labios. Según la fase de la enfermedad del niño, a él también le habían cancelado el tratamiento. Había llegado a esa etapa en la trayectoria de todo médico en la que su cometido no es salvar al paciente, sino prepararlo para la muerte.

-Sergey,-conseguí articular.-y… ¿qué pastillas le está dando la enfermera a la cría?

-Ansiolíticos. No son muy fuertes, para no hacerle daño. Si no se los toma, no duerme, tenlo por seguro.

Les observé. Sergey volvió a besar suavemente la cabeza sin cabello alguno de la pequeña Gloria, en contraposición con la suya, repoblada por cortos cabellos castaños. ¿Acaso había optado ya por rendirse? Aquel no era el Sergey que yo conocía. Seguramente él no quería ni quiere hacerlo, sino que tienen que obligarle a hacerlo. Llega un momento en el que el índice de supervivencia es tan ínfimo que no vale la pena intentarlo. Lo que un médico parece no comprender es que cada minuto, cada hálito de vida que pueda dejar escapar de sus labios, es un abrazo, es una caricia, una mirada, una sonrisa, un beso. No entienden que cada segundo cuenta, Sergey, como cualquier ser humano, anhela poder salir de aquella cama, de la cárcel de aquellas cuatro paredes, observar el cielo, coger aire con fuerza, y luego sí, luego morirse. La visión de aquella niña durmiendo tan cerca de él, inhalando su olor, agarrándole con fuerza, me hizo recordar la horrible realidad de que tanto ella como yo deberíamos soltarlo y dejarle… dejarle…irse. Tal y como ellos nos obligaban a hacerlo.

1 comentario:

  1. T_____________________________________T Pu qué? Pu qué tenían que tirar la toalla? Que asco de mundo y de mutaciones y de genes y de médicos. Jo. Toy depre.

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