jueves, 20 de octubre de 2011

Capítulo II


-Paciente 1.023, aquí tiene su medicación.-dije, mostrando una cordial sonrisa, mientras le tendía el vaso de agua y las pastillas a la anciana de la habitación 200.

Posteriormente, me dirigí hacia la cama del joven, el cual miraba por la ventana, como la última vez, con gesto cansado. Apoyó las yemas de sus dedos largos en el cristal, haciendo que se deslizasen lentamente, dejando un leve rastro de vapor debido al calor que desprendían. Aquel vaho se fue disipando poco a poco, dejando solamente una pequeña cicatriz en el vidrio. Me acerqué a él, mientras intentaba recordar, algo tensa, todo lo que había investigado el día anterior.

-Sergey Valo.-llamé su atención, alzando la voz.-Nacido el 22 de noviembre del 76. Aquí tiene su medicación.-le tendí el vaso, altiva.

-Vaya, veo que has hecho los deberes.-sonrió, balanceando suavemente el agua de un lado a otro.

-Ya ves, soy una niña muy aplicada.-reí levemente.

Él también se rió, mostrándome una filita de dientes, algo amarillentos quizás por el tabaco. Su risa; entrecortada e inquietante, resonaba en mis oídos, traducida como un sonido bello y sincero. Tras reírse un rato, se tapó la boca con las manos, mientras arrancaba de lo más hondo de su pecho unos golpes de tos. Cerró los ojos con fuerza, dejando resbalar una lágrima por el esfuerzo. Me apresuré, aunque sin perder la calma, a coger una mascarilla. Le aparté las manos de la cara y se la coloqué sobre la nariz y la boca. Él la tomó entre ambas manos, mientras comenzaba a acompasar su respiración. Posé una de mis manos en su nuca, encima del gorro de lana; pude notar cómo se estremecía.

-Según he visto…en tu expediente… tienes cáncer de pulmón.

Asintió, pronunciando posteriormente unas palabras, amordazadas por la mascarilla:

-Al final creo que hasta sabes demasiado sobre mí, nena.-soltó una tímida risita, quizás para procurar que no se repitiera el incidente.

Me hice un sitio en la cama, para poder sentarme en uno de los bordes, a su lado. Intercambiamos de nuevo una mirada, en la que pude ver el sufrimiento que le confería aquella grotesca mascarilla. Dejé caer mi mano encima de la suya, haciendo encajar mis dedos sobre los de él, notablemente más grandes y delgados. Los acaricié, sintiendo su suavidad, y a la vez su algidez. Repasé, con mi índice, las dilatadas venas de que dibujaban cerca de sus nudillos. Percibí un ligero rubor en sus mejillas, mientras inspiraba sonoramente por la nariz.

-Debe ser tan duro tener esta enfermedad a tu edad…-susurré, casi inconscientemente, acercando mi cabeza a su hombro.

-Bueno, aquellos niños son mucho más jóvenes que yo y lo llevan bien.-sonrió dulcemente, acariciando mi mano con el pulgar.- ¿Por qué no iba a hacer lo mismo?

Tragué saliva, mirándole a los ojos. La calidez de su mirada contrastaba con el incesante e inextinguible frío que desprendían sus dedos. Le dediqué también una sonrisa, quizás la más sincera que había esbozado desde hacía mucho tiempo. Él volvió a dirigir su mirar hacia nuestras manos, provocando otra vez que se sonrojara.

-Supongo que ahora que sabes mi nombre debería saber yo el tuyo, ¿no?

Me acerqué un poco más a él, intentando buscar abrigo cerca de sus brazos, ampliando mi sonrisa.

-Me llamo Isabel, pero prefiero que me llamen Sabela, que es la traducción gallega de mi nombre. Tengo 26 años, y llevo 5 trabajando de enfermera en este hospital.-desvié la mirada, encogiéndome de hombros.-Supongo que eso es todo. Al menos por ahora.-concluí, con un aire misterioso.

-Isabel.-repitió Sergey, con un marcado acento.-Enfermera Isabel.

-Para ti, Sabela. A secas.-le di un pequeño apretón de complicidad en la mano.

Volvió a mostrarme sus dientes en una bella sonrisa. Coloqué un mechón de mi cabello tras la oreja. Deseé que no terminase nunca la fusión de nuestras miradas. Quizás con el tiempo mis ojos adquiriesen un halo verdoso en el que pudiese verle reflejado, y los suyos se bañarían de la miel que conformaba los míos, de la que podría beber como si fuese el más exquisito y dulce licor. Recordé entonces que tenía pacientes a los que atender en la planta, que no podría entretenerme dejándome hipnotizar por el mirar esmeraldino de un joven ruso. Me levanté, no sin esfuerzo, de la cama, ante su asombro.

-¿Ya te vas?-preguntó, emanando unos sonidos de nuevo amortiguados por la mascarilla.

Me giré, para poder mirarle una última vez.

-Sí, tengo trabajo que hacer.

-¿Mañana volverás?

Asentí, entrecerrando los ojos. Un suspiro se escapó de sus labios blanquecinos, como si fuese un permiso para poder irme. Comencé a taconear hacia la puerta, todavía sonrojada como una adolescente encaprichada. No me atreví a darme la vuelta, no quise contemplarle otra vez. Simplemente me quedé completamente inmóvil frente a la puerta, agarrando el manillar. El dulce ronroneo de su respiración, acentuado por la máquina a la que estaba ahora conectado, me hizo sonreír. Ojalá mañana, mañana…

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