jueves, 20 de octubre de 2011

Capítulo VIII

“Tuya.
Quiero yacer en tus brazos, completamente entregada a ti.
Me esconderé entre tus sábanas, donde nadie pueda verme.
Donde burlar las miradas hipócritas, las miradas que taladran nuestras pieles.
Escucha.
Un “te quiero” de mis labios tan sincero que hasta duela.
Como nuestros corazones se acompasan,
Como los de dos niños que han hecho una travesura.
¿Y realmente lo estamos haciendo mal?
Mucha.
Es la devoción que siento hacia ti.
La culpa, el dolor, el placer, el sosiego.
Muchas las ganas de llorar, mucha la fuerza con la que tengo que aguantar
Todo el peso del mundo que siento encima.
Lucha.
Por favor, lucha.
Si algo necesita mi alma herida es a ti, enteramente.
Necesita tus labios, tu calor, tus brazos.
Tus ojos, tus manos, tu pecho, tu espalda, tu vientre, tus piernas.
Y sentir las sábanas impregnadas de tu olor.”


El sonido del teclado de un ordenador rompía el silencio que reinaba en el piso de una mujer sola, en pleno centro de la cuidad, lo suficientemente cerca de la majestuosa catedral que se vislumbra entre los edificios, como para inevitablemente pensar en el final de todo. En cuanto presioné la letra “r”, di por terminado el poema. Era sencillo, breve, quizás con un lenguaje demasiado coloquial para lo que escribo habitualmente, mas estaba hecho para que él pudiese comprenderlo con facilidad, para que no se equivocase en el significado de las palabras, tan distintas a las que él estaba acostumbrado a leer, con una grafía tan extraña a sus ojos, ni se asombrase ante términos extraños, kilométricos y vacíos de sentimiento, aunque nunca quisiese llegar a entregárselo. Guardé el documento en el ordenador, en la carpeta de poemas, titulándolo “A Sergey”. Me quedé posteriormente mirando a la pantalla largo rato. Tenía tantísimas ganas de volver a estar con él, y cada vez más y más miedo de lo que pudiese pasar. Era tan inciertos los pasos que emprendíamos en nuestro camino, tan oscuro e inalcanzable el destino, tan difuminada la calzada. Muchas veces me había preguntado aquella noche por qué entregarle mi amor a algo tan efímero. Seguramente me lo preguntarían, si es que no se burlasen de ello. Quizás era una locura, mas las cosas, cuanto más breve sea su existencia, más bellas son, más atraen a la mente humana, más atraen al alma que necesita consuelo, aunque solamente dure la pronunciación de un par de palabras de amor. Tardé en irme a la cama. Hacía demasiado frío entre aquellas sábanas blancas.

Llegué a la habitación de Sergey al día siguiente, más o menos a las cinco de la tarde, tras pasar por la oficina del Inem. En cuanto me vio, noté cómo le brillaban los ojos y se incorporaba rápidamente, para poder extender hacia mí sus brazos, enfundados en el pijama, en cuya mano derecha se entreveía la cabeza de la cobra, la cual me observaba atentamente, con mirada tajante y metálica, y abrazarme con fuerza.

-Te eché de menos, mi amor.-susurró, con su característico acento, muy suavemente.

Me sonrojé. Era la primera vez que alguien se refería a mí con ese calificativo. Mi amor.

-Yo también, he pensado mucho en ti.-me acurruqué en sus brazos, apoyando la cabeza sobre su clavícula.

-Supongo que te habrías acordado también de mi madre, por lo de ayer.-bromeó.

Reí levemente, revolviendo la cabeza en sus brazos, mimosa.

-No, mi amor, no.-utilicé esta vez aquellas palabras.- Te he dicho que no pasa nada. Conseguiré un nuevo empleo. A un nuevo Sergey no.

-Al menos he cumplido mi mayor sueño de la adolescencia.-al notal que le miraba expectante, rió leve.- ¡Acostarme con una enfermera sexy!

Solté una carcajada contra su hombro, negando con un aspaviento de cabeza.Él se rió de manera entrecortada, echando la cabeza hacia atrás. Le acompañé en su risa, apoyando el oído sobre su pecho, acurrucándome en él. Esta vez me atreví a escuchar lo que residía en su pecho izquierdo, fuese lo que fuese. Solamente noté aquella respiración, que se ejecutaba de manera automática, mas sin perder la cálida vibración que la caracterizaba. Solamente algún pitido cruzaba mis oídos si inspiraba muy hondo; me hacía estremecerme. Dejó de reír, quedándose completamente en silencio ante mi reacción. Me acarició el cabello, enredando los dedos en él como solía. Noté entonces latir su corazón, solo si lograba concentrarme en él y nada más. Agarré su chaqueta de pijama con fuerza, aunque de manera tierna, mecanizando aquellas pulsaciones, haciéndolas mías, esperando sentirlas en mis oídos cuando me volviese a acostar en la cama. Sola.

-Sabela, cielo, mira, quería pedirte un favor.

-¿Pedir? Mandar es lo que tienes que hacer tú.-bromeé, sonriendo contra su pecho.

-¿Querrías traerme la guitarra de mi casa?

Me incorporé, algo extrañada por su petición.

-Las llaves están en mi pantalón.-prosiguió.-En el bolsillo izquierdo de delante.

-Pero si ni siquiera sé dónde vives.

-Eso tiene fácil arreglo.-susurró, mientras miraba de un lado a otro. Posteriormente, me miró a mí.- ¿Tienes un bolígrafo y un papel?
Asentí, disponiéndome a rebuscar en mi bolso. Nunca salía de casa sin mi agenda ni un bolígrafo de tinta azul a mano. Se los entregué y, tras habérmelo agradecido, escribió la dirección del piso, con una letra algo tosca, casi como de niño pequeño, debido a su anterior grafía cirílica, aunque con un detalle elegante e innegablemente bello. Me la entregó, tras haberme releído lo que había escrito, por si no lograba entenderlo. Guardé de nuevo la agenda.

-¿Por qué tanta prisa por conseguir la guitarra, Sergey?-pregunté.

-Porque si estoy aburrido, puede darme por pensar.-sonrió levemente.

Sonreí también, releyendo la dirección en silencio. Me despedí de él y logré colarme en la habitación donde estaba su ropa. Efectivamente, en el bolsillo delantero izquierdo de su pantalón vaquero se encontraban un par de titilantes llaves, acompañadas con un llavero de Malboro, seguramente regalo de alguna cajetilla de tabaco. Suspiré. No pude evitar pensar que aquello era lo que le había llevado al hospital. Metí las llaves en el bolso, y no pude evitar fijarme en la cartera de cuero marrón que sobresalía del mismo bolsillo. La entreabrí, y pude ver parcialmente su carné de identidad español: “Lugar de nacimiento: Moscú. Provincia/País: Rusia. Hijo/a de: Alexander/Dariya.” Tiré de él levemente hacia arriba, para poder darle la vuelta y mirar la fotografía. En ella, aparecía solamente el rostro de Sergey, mirando fijamente a la cámara, con semblante serio. Todavía no estaba enfermo, pues lucía una media melena castaña ligeramente ondulada. Aún así, la mirada era exactamente la misma. Aquellos ojos translucían tantísimo dolor, no sabría decir por qué. Quizás él tenía razón, y su sufrimiento no podía indagarse a través del exterior. Rehusé a cotillear más y guardé el carné de nuevo en la cartera, disponiéndome a irme a la casa de Sergey a buscar su preciada guitarra.

Me planté enfrente de aquel piso destartalado, mirándolo de arriba abajo, bajo la atenta mirada de los yonkis que paseaban por aquella calle completamente empinada, de dudosa reputación. Tomé las llaves entre mis manos y abrí la puerta principal. En cuanto entré al recibidor, me di cuenta de que no tenía ascensor. Las destartaladas escaleras parecían querer derrumbarse en cualquier momento, y crujían de manera horripilante. Seguramente Sergey también había sentido, agarrado a aquel pasamanos lleno de astillas, que todo el piso se venía abajo. Y con él, su medio de vida. El piso era un tercero, tercero izquierda para ser más exactos. Utilicé la otra llave para abrir la puerta del piso.

Estaba todo en perfecto orden, aunque no hubiese excesivo mobiliario, mas se respiraba un ambiente caótico. Me dirigí sin titubear a la habitación. Era de aspecto bastante antiguo, seguramente con muebles que Sergey no había elegido. La cama de matrimonio era amplia y extensa, y debía darle plena libertad para estirarse en ella. Encima de las sábanas color crema había un par de cojines granates, más o menos grandes. Cerca de la pared, un armario de madera lacada, con un oscuro brillo y remaches en negro. Al lado de la cama, un revistero con tres o cuatro repisas repletas de libros escritos en ruso, al menos la mayoría de ellos. Pude reconocer un par de Tolsloi, Lestov o Dostoyeski, así como clásicos en español, tales como las Rimas de Bécquer. Parecía ser un magnífico y aplicado lector. Desvié posteriormente la mirada hacia una esquina de la pared. Allí, escondida bajo una funda negra que ocultaba sus curvaturas en la oscuridad, se alzaba lo que parecía ser una guitarra española.

La agarré por el mástil, para poder buscar las asas que me permitiesen llevarla. Mi brazo hizo un esfuerzo por levantarla del suelo; juraría que era más pesada que cualquier otra guitarra que hubiese visto. No quise estar más tiempo allí. El júbilo que me producía haber encontrado lo que él me había encargado hacía acrecentar mis ganas de verle.
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-¡La tengo!-grité, en cuanto crucé la puerta de la habitación 200.

Sergey sonrió ampliamente, inclinándose hacia mí con ansiedad. Me desprendí de las asas y dejé que la guitarra fuese cayendo por mi espalda, para que él pudiese cogerla. La acostó sobre sus rodillas con sumo cuidado, deslizando la minúscula cremallera por la desgastada y carcomida funda, pinzándola con sus dedos índice y corazón. Fue entonces cuando se mostró ante nosotros, tímida, lúbrica, hermosa, con unas curvas semejantes a las de una mujer. Él la agarró por el mástil con contundencia, para poder colocarla en la posición adecuada. La acercó a su pecho, ladeó la cabeza fijando la vista en los trastes, y con el mínimo roce de sus uñas, la guitarra comenzó a llorar en sus brazos. Lentamente, apoyó su mano sobre la caja, respirando muy suavemente contra ella, balanceándola al ritmo de su respiración. Esbozó una sonrisa dulce. Afortunada la guitarra que recibía sus caricias.

Me senté a su lado y dejé caer mi cabeza sobre su hombro. Sentí entonces una leve y suave presión sobre mi frente. Eran sus labios. Las heridas que le había producido la quimioterapia los convertían en una superficie áspera y rugosa, mas palpitante, próxima, dulce, muy dulce. Volvió a colocar bien la guitarra, haciendo que me separase un poco, sonriendo hacia él.

-Quiero que me cantes algo.-susurró.

-¿Qué?-exclamé sorprendida, sonriendo de lado.

-Vamos, no me dirás que no sabes cantar.-alzó una ceja con picardía.

-Sergey…-quise replicarle.

En ese momento, comenzó a entretejer el preludio de una melodía. No hizo falta que agudizase el oído para saber de cuál se trataba, y al saberlo, mi corazón dio un vuelco. “Heart Shaped Box” de Nirvana.

-Te la sabes, ¿verdad?-preguntó sin dejar de tocar, sonriendo ampliamente.

-Claro que me la sé.

-Venga, demuéstramelo. Un, dos, tres, y…

Sin darme tiempo ni siquiera a aclararme la garganta, tuve que comenzar a cantar, ruborizándome a cada nota un poco más. Recité la letra con una voz ronca, y grave, aunque en algunos pasajes cristalina, sin perder en ningún momento la ternura, afinando de manera sublime.

-She eyes me like a Pisces when I am weak. I’ve been locked inside your heart shaped box for weeks. I’ve been drawn into you magnet tar pit trap.

Me quedé un momento en blanco, al recordar la siguiente estrofa. Él notó que me retrasaba en entrar y clavó sus ojos en mí, con dulzura. Quería calmarme. Tragué saliva sonoramente.

-I wish I could eat your cancer when you turn black.-vocalicé, agravando mi voz.

En cuanto pronuncié aquella frase, entonando las notas con precisión, mas en voz bajita, Sergey se acercó para besarme la mejilla, sin dejar de tocar, teniendo las notas perfectamente aprendidas. Sonreí, mientras le miraba sin dejar de cantar:

-Hey, wait, I’ve got a new complain. Forever in debt to your priceless advice. Hey, wait, I’ve got a new complain. Forever in debt to your priceless advice.-tras un brevísimo solo de guitarra, susurré cerca de sus labios.-Your advice.

Alcé la mirada a sus ojos. Sonreían con una dulzura que nunca había visto antes. Continué cantando, sacando de mi garganta la voz más hermosa que pudo proporcionarme, mientras él me acompañaba con la guitarra, deslizando sus dedos con habilidad por los trastes, haciendo que bailasen mutuamente sobre el filo del mástil. No dejé de mirarle durante toda mi actuación, maravillada por su habilidad, enternecida por su sensibilidad, hechizada por su serena imagen. Al terminar la canción, el estribillo final se fue apagando muy poco a poco, mientras clavaba mis ojos en los suyos. La última sílaba sonó casi como el siseo de una serpiente, como la que se encontraba aprisionada por mi mano, impresa en los poros de su piel. Se hizo un momento el silencio. Una sonrisa surcó a la vez nuestros rostros, casi como si una navaja nos hubiese cortado a la vez los labios. De repente oímos un amordazado jaleo en la puerta, susurros que se entremezclaban, que sonaban todos juntos. Dirigimos nuestra mirada hacia la puerta. Tras las cortinas, todos los niños del pabellón nos miraban con curiosidad. A mí, a Sergey, y a aquel extraño artilugio que había hecho tocar.

Él les sonrió tiernamente, haciéndoles un ademán para que se acercasen. “Vamos, no seáis tímidos” insistía. Fue una niña, de unos cuatro o cinco años, que tenía la cabecita completamente calva y pálida, cuyo rostro se coronaba con dos enormes ojos azules, la que se le acercó sin titubear al borde de la cama. Sergey la cogió en brazos, sentándola sobre sus rodillas, colocando la guitarra delante de ella, aunque él le agarrase el mástil. Tomó suavemente la mano de la chiquilla, notablemente más pequeña que la suya, y la dejó descansar sobre las cuerdas.

-Desliza los dedos suavecito, así.-lo hizo él primero, sin soltar la mano de ella, para que pudiese notar el frío tacto de las cuerdas en sus yemas, introduciéndose entre sus uñas.

Ella sonrió ampliamente y repitió la acción varias veces, satisfecha del resultado. Sergey, sin dejar de mirarla de un modo paternal, deslizaba su mano por los trastes, mostrándole cada vez un sonido distinto. Los niños se fueron acercando poco a poco, colocándose en los bordes de la cama, sentándose algunos a su lado. Ya había observado anteriormente que Sergey era como un ídolo para aquellos pequeños, pero aquella vez habían mostrado un cariño y una devoción impresionantes hacia él. Todos se asomaban hacia la guitarra y tocaban al menos un par de acordes, expectantes al intentar indagar qué sonido saldría de aquel instrumento. Sonreí, y Sergey me dirigió varias veces una sonrisa. Los niños me confesaron que habían oído mi canción, y que querían que la volviese a cantar. La verdad es que canté otra, “Stairway to Heaven” de Led Zeppelin creo recordar. Tanto Sergey como yo sabíamos que “Heart Shaped Box” significaba más para nosotros de lo que parecía.

-¡Niños!-escuchamos una voz. Era la nueva enfermera, una mujer rubia y espigada, de unos cuarenta años, que irrumpió en la habitación para darles las medicinas.-Iros a vuestras habitaciones ahora mismo, el doctor Domínguez va a pasar a haceros la revisión.

Todos ellos se apartaron de nosotros resignados, suspirando mientras salían de la puerta. La niña que se había sentado en las piernas de Sergey se le abrazaba con fuerza, oponiendo resistencia ante la enfermera. Él, en cambio, optó por hablarle en voz serena, decirle que podía volver después de la revisión, y que le enseñaría a tocar “como un Rolling”. Se fue apartando poco a poco, con esfuerzo, hasta que dejó que la enfermera la cogiese en brazos para llevársela, aunque siguió mirándole con tristeza.

-Al fin solos.-me miró sonriente, indicándome que me sentase a su lado.

Asentí, obedeciéndole.

-Tienes un don para los críos, Sergey. Te quieren con locura.-afirmé, apoyando la cabeza en su hombro.

-Es inevitable no tenerles cariño.-rió leve, de forma entrecortada, como solía.-Aunque a este paso monto una guardería. Y seguro que estarían mucho mejor que con esa bruja.


-No han tardado ni un día en reemplazarme.-suspiré.

-Te pillaría el empleo, pero a ti no te reemplaza ni Dios.

Sonreí, acurrucándome en sus brazos, perforados por las vías que le habían puesto. Escondí la cabeza en su cuello. No era de extrañar que fuese un imán para los niños; aquel olor tan suave, tan dulce, tan suyo, era simplemente un aroma que cualquiera que tuviese el honor de notarlo, sentiría una auténtica dependencia hacia él, como si fuese una potentísima droga. Le acaricié los antebrazos. Numerosas heridas de pinchazos, seguramente de análisis de sangre, aunque puede que también algún ansiolítico, por el diámetro de la aguja, convertían aquella en una de las zonas más sensibles de su cuerpo, de su estilizada y a la vez enfermiza fisionomía. Aquellos huesos finos que repasaba con mis dedos parecían querer resquebrajarse en entre mis manos, como si fuesen de cristal. Acomodé mi sien sobre su mejilla, sin mediar palabra. No hacía falta decirnos nada, ambos sabíamos cómo se sentía el otro. Sergey cerraba por momentos los ojos, relajado, sin ejercer presión en sus párpados, para volver a entreabrirlos pasados unos segundos. Escuché con claridad su respiración calmada, pausada, suave, apenas interrumpida cuando tragaba saliva, sonoramente. Fue entonces cuando articuló unas palabras, enderezándose:

-Se me olvidaba. Te he compuesto una canción.

-¿Que qué?-exclamé, ruborizada.

-Poco después de conocerte te escribí una canción en mi libreta, pero no pude ensayarla todavía. Nunca pensé que te la enseñaría, pero ahora que somos…

-…Pareja.-completé la frase, sonriendo ampliamente.

-Pareja-repitió.-pues supongo que debería.

-Y debes. Ardo en deseos de oírla.

Se giró hacia la mesita acto seguido, para poder sacar de ella una libreta tamaño folio con las tapas azul marino. La abrió en una página concreta, en la que había escrito un poema en inglés, sin dejarme ojear el resto de escritos. Su letra era tremendamente estilizada, a pesar del cambio de escritura, quizás un poco pequeña, pero perfectamente legible. Todas las palabras comenzaban con letra mayúscula, aunque les confería unas hermosas formas, redondeadas en algunas, contundentes en otras. Alcé una ceja algo extrañada.

-¿Y la música?-pregunté, al no encontrar pentagramas ni nada por el estilo en la página en cuestión.

-La música la tengo grabada aquí.-sonrió, señalándose una sien con el dedo.-Llevo desde que la compuse tarareándola. La letra me va a costar un poquito-carraspeó.-más recordarla.

Le miré expectante, deseando escucharle cantar por primera vez. Afinó un poco la guitarra, para intentar que tuviese el mejor sonido posible y que pudiese disfrutar plenamente de su serenata. Tomó aire fuertemente por la nariz, antes de presionar las cuerdas, creando unos leves acordes, antes de comenzar a entonar:

-By your heart strings I am hanging from a dream. Gently swinging in the warm autumn breeze. Come look at the scars, smother a heart opening up. Look at the scars, smother a heart opening up no more.

Me enamoré del tono de su voz al instante en el que comenzó a cantar. Aquel era un sonido extremadamente grave, quizás el más grave que había oído, cálido, próximo, aterciopelado, pausado, sosegado. Sonaba en algunos pasajes como susurros extremadamente tiernos, en otros, sonaba ronca y abatida, sonaba triste y llorosa, como si gimiese de dolor de forma bella. Al principio, la noté también trémula e insegura, quizás de que no comprendiese la letra, que no me llenase la música, que no me gustase aquella maravillosa voz. Para calmarle, coloqué mi mano sobre la suya, dejando que la guiase de arriba abajo por el mástil. Sergey esbozó una sonrisa, sin dejar de cantar en voz baja. Sus labios apenas se movían al pronunciar las palabras, solamente hacían ademán de bisbisear, como si me estuviese contando un secreto. Y me lo estaba contando. Me invitaba a “ver las cicatrices”. Me invitaba a hurgar dentro de él, quizás a curarle por dentro, a afianzarnos como pareja. Recordé lo que me había dicho sobre sus cicatrices, que “mejor que no lo supiese”, que “el dolor no es simplemente físico”; morí de ganas de saber qué había dentro de su cabeza, aunque ello me hiciese daño, e inevitablemente me lo haría. Por otro lado, no pude evitar pensar a que podía referirse a la cicatriz de mi trasero, por lo que mis mejillas se tornaron al rojo vivo. Tomó aire con fuerza por la boca, entre los dientes, silbando de forma casi inaudible, antes de pronunciar la última frase. “You open me up”.

-Joder…-volví a esconder la cabeza en su cuello.

-¿No te ha gustado?

-¿Que si me ha gustado? Me has puesto los pelos de punta, Sergey. Eres…eres…eres magnífico.

-No es para tanto.-susurró, sonriendo.

-Nunca había oído a nadie cantar tan bien. Tienes una voz muy dulce.

-Muy cascada, querrás decir.

-Sé perfectamente lo que quiero decir, no me contradigas.-reí leve, siendo acompañada por él.

Coloqué una mano sobre su esternón para mandarle recostarse hacia atrás, apoyando la espalda en el cabecero. Aparté un poco la guitarra para apoyar mi oído en su pecho. Dios, cómo le latía el corazón.

-Sergey.-susurré.

-Dime.-respondió.

-¿Me las vas a dejar ver, como en la canción?

Supo perfectamente a lo que me refería. Noté cómo se le aceleraba todavía más el corazón, aunque inspiró de manera serena.

-Claro que sí, mi amor. Claro que sí.

1 comentario:

  1. Que bonitoooooo!!! *0* Ganas de que Sergei salga del hospital y se fugue con Sabela :3

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