viernes, 1 de febrero de 2013

Capítulo XIV

Me aferré a su mano con fuerza para poder salir juntos. Recorrimos ambos con la mirada el paisaje que se mostraba en todo su esplendor ante nosotros. Apenas caminamos un par de pasos, antes de percatarnos de las feroces gotas que caían del cielo tal si fuesen agujas, sin siquiera poder verse más que colisionar contra el suelo ferozmente, provocando una incesante percusión. Vi los ojos de Sergey reflejar aquella lluvia, como si dentro de su córnea también se hubiese desatado una brava tormenta, una racha de viento que violentamente trajese consigo un cúmulo de lágrimas suspendidas en él, que no se atreviesen a salir del recinto en el que estaban dulcemente encerradas, mas temblando, agitándose, latiendo, mezclándose, estremeciéndose, palpitando. Solté entonces sus dedos para poder rebuscar en mi bolso por mi paraguas pequeño, refunfuñando en voz baja:

-Mierda, estaba lloviendo. Joder.

Esquivé todo tipo de objetos que llevaba guardados, algunos que mismo ni recordaba que los tenía, para poder palpar claramente el mango del paraguas y sacarlo, extendiéndolo en el acto para que aumentase de tamaño. Ala, ya podemos irnos, clamé. Mas la calidez de la presencia de Sergey se disipaba, lentamente, hasta llegar a desaparecer por completo entre el helor gélido de la tormenta. Me giré hacia él, entreabriendo los labios al poder observar lo que estaba sucediendo. Sus pies comenzaban a moverse en un impulso involuntario, saliendo del pequeño tejado que nos brindaba la entrada del hospital para guarecernos. Clavaba su mirada en el frente, en las gotas que nos lloraba la lluvia, como si se hipnotizase con sus distorsionadas figuras. En una milésima de segundo, pasó de la protección del edificio a exponer su cuerpo frágil a aquella tromba de agua, que lo empapó completamente. ¡Sergey! ¡Sergey, ven aquí! ¡Te vas a poner peor, mi amor, ven aquí! Comencé a chillarle, intentando abrir el paraguas que, por la ansiedad, parecía habérseme engarzado entre los dedos, sin dejarme expandirlo completamente. Siguió avanzando con lentitud, encharcando tu camisa cyan, su pantalón vaquero negro, su gorro de lana gris como las nubes, mientras las pequeñas chispas de agua se deslizaban por sus dedos largos, acariciando las marcas de las vías, aquellas heridas abiertas, todavía sanguinolentas, para desprenderse en la misma punta de sus uñas. Pude ver cómo se detenía en medio del aparcamiento desierto, de nuevo con lentitud. Quise volver a gritar, mas esta vez no pude. Orientó su rostro hacia el cielo, echando la cabeza hacia atrás, dejando que la lluvia empapase hasta el último rincón de su fisionomía, de su semblante. Fue entonces cuando yo también pude notar aquella inefable sensación que debió haber sentido, alzando la vista al mismo punto que él. Pude ver cómo flexionaba uno de sus brazos para aferrar el gorro en sus dedos, extendiendo el codo posteriormente para despojarse de la prenda, tirarla en el suelo. Mi paraguas resbaló poco a poco por mi mano hasta caer del mismo modo, provocando un seco golpe sobre la acera. Sentí un gran peso en la mirada que me produjo desviarla hacia Sergey. No había mudado de posición, seguía clavando sus ojos verdes en el cielo lluvioso, permitiendo que su humedad rozase su piel deshecha en desgarros, penetrase en su alma, tan carcomida por el sufrimiento, tanto que el dolor era lo único que parecía haber estado sintiendo todo este tiempo. Y entonces…En ese momento sonreía, pude verlo arquear los labios, entreabrirlos, en un ademán de alivio, de gozo, de libertad. Cerró con fuerza los párpados, extendiendo los brazos hacia los lados, notando traspasar las gráciles y chispeantes gotas su finísima camisa. Ensanchó la sonrisa, pudiendo ver escaparse de su boca un vaho pálido, que en el instante en el que lo expulsaba, comenzaba a disiparse y morir. Me acerqué sigilosa, sin tener otra cosa en la que poner los ojos que no fuese él. La lluvia comenzó a asolar mi cuerpo de forma cuasi violenta, ensangrentando mi ropa del humor que segregaban las nubes. Me agarré los brazos por el frío, mas inexplicablemente pude gozar de aquella sensación, era a la vez tan familiar a pesar de nunca antes haberla vivido, tan dulce. Llegué a colocarme tras la espalda de Sergey, llamándolo con un hilo de voz por su nombre, en tanto que apoyaba las yemas de mis dedos sobre su hombro. Antes de poder posar la palma completa, se giró súbitamente, agarrándome por la muñeca.

-S…Sergey, ¿qué haces? ¿Qué haces?

Amplió su sonrisa, me mostró sus dientecillos un tanto amarillentos, y en ese preciso momento comenzó a correr, llevándome consigo. Abrí los ojos escandalizada, buscando palabras con las que reprenderle, con las que obligarle a retroceder e ir a cubrirnos, mas no pude. Mis zapatos se libraron de mis pies, quedando desperdigados por el camino ante mi mirada atónita. Después le observé a él, y escuché que se reía. Fui relajando mi rostro, calmándome, hasta convertir mi sorpresa en una divertida e infantil sonrisa. Ignoro a dónde nos dirigíamos, mas salimos del hospital, que se encontraba en una pequeña colina, para adentrarnos por una acera desierta, cuesta abajo. Cerré los ojos. El viento zumbaba en mis oídos, haciendo que no pudiese escuchar nada más, ni siquiera mis propias carcajadas. La velocidad me hacía chocarme contra Sergey, haciéndolo acelerar todavía más. Sentía mis pies desvincularse del suelo y querer elevarse, caminando encima de la capa de lluvia que seguía empapándonos. Nuestra frenética carrera parecía acrecentarse, crecer las risas, volar los pies, y los cuerpos, y las almas. Terminó la cuesta, se giró, se detuvo. Colisioné contra su frágil pecho, haciéndolo quedarse un segundo sin aliento. Instintivamente me aferré a su camisa buscando esta vez quietud, serenidad, sosiego, dejé de reírme. Noté convulsionarse sus costillas entre mis manos, tomando aire a un ritmo descontrolado. Alcé poco a poco la mirada, cruzándola súbitamente con sus ojos. El agua seguía recorriendo su rostro con premura, rozando su piel mórbida y árida. Me aproximé un poco más, necesitaba sentir el feble calor que desprendía su cuerpo escuálido, débil, tembloroso en jadeos, mientras sus brazos me envolvían con cariño y afán de protección. Desvié los ojos hacia sus labios. Una gota de lluvia, tal si fuese un cristal tallado concienzudamente, tal si fuese un ápice, una pizca del licor más exquisito, más apetecible, resbaló por el contorno de su nariz, poco a poco bordeando su labio superior, quedando suspendida sobre él durante unos segundos. Sus espiraciones profundas la hacían estremecerse, peligrando su caída, haciendo que el diminuto reflejo del mundo que ofrecía se tambalease violentamente. Fue entonces cuando acerqué los labios, y rocé los suyos con suma suavidad, depositando en los míos la gota de lluvia, bebiéndola, junto con una capa de saliva ardiente que parecía marcar el preludio de un intensísimo beso. Con una simple opresión sobre mi cadera asesinó a la distancia, haciendo que esta vez notase su frenética y húmeda respiración contra mi propio pecho; notarlo temblar entre el abrazo que le ofrecíamos la lluvia y yo, mientras sus labios y los míos se fusionaban, simplemente dejándonos llevar por el mero impulso de notar en nuestra boca todas las palabras que el otro se estaba callando. Masticarlas, saborearlas, beberlas, elixir para embriagar el alma, alimento para que nuestro amor creciese, a pesar de las adversidades, se fortaleciese. Entreabrí los párpados suavemente, y pude contemplar los suyos cerrados, gozando de una oscuridad absoluta que le hiciese estimular el tacto que sentían sus labios. El frío de la lluvia que pugnaba por calar en nuestros cuerpos se desvaneció en el vapor intenso de nuestro corazón en ebullición. Dejé caer mi cabello mojado a lo largo de mi hombro con un movimiento extasiado de cuello, deslizando mis manos por su ancha y huesuda espalda, trazando figuras inconexas en ella, quizás letras, un “te quiero”, o simplemente sensaciones, pálpitos de un amor que, como la lluvia, fluía con tanta fuerza, con tantísimo ímpetu, con violencia, contra viento y marea, y a la vez con tanta gracilidad, tanta melancolía y tristeza, tal dulce, como un llanto, efímera como un beso, llena de vida y vaticinadora de la muerte, camino andado y por andar del agua del deseo, ríos y ríos atravesando el asfalto. Esta vez abrimos los ojos a la vez, pudiendo observar su resplandor verdoso entre la niebla que el ambiente arrojaba sobre nosotros, ocultándonos. Y cuánto brillaban aquellos ojos verdes, cuantísima esperanza había dentro, era innegable, indudable, cualquier médico, incluso Domínguez, o Cambón la habrían visto, no podrían cuestionármelo. Aquellos ojos querían vivir. Poco a poco nos separamos, solamente unos centímetros, solamente nuestros rostros. Me tomó de la mano, la interpuso entre mi pecho y el suyo; todavía su respiración seguía mostrándose profunda y desbocada, y agitado el latido de su corazón contra mi dorso. Inspiró con fuerza, pudiendo escuchar un leve pitido que se escapó de sus labios. Y me susurró, entre la lluvia, conteniendo su voz en cada una de las gotas que rozaban sus labios: Vámonos a casa.

La calle se abrió ante nosotros como nunca antes lo había hecho en presencia de uno de los dos en soledad. Cada una de sus luces se iluminaba, tal si fuesen estrellas, haciendo resaltar la lluvia, como si lo que cayese del cielo fuesen chispas incandescentes de fuego. No cesaron las risas, que hacían vibrar el ambiente; él se alegraba de que yo estuviese contenta, y yo de que él estuviese feliz. Después de estar tantos meses de hospital en hospital, con el sonido de fondo del electrocardiograma, ejecutando su trabajo sin un solo descanso, produciendo ese sonido que tanto le enervaba. Después de tanto tiempo, estaba respirando el aire húmedo de la calle, estaba siendo azotado por el viento, por la dulce tormenta que lo acogía en sus brazos. Y ese brillo en los ojos me indicaba que parecía que no se lo acababa de creer. Recuerdo, este detalle no pienso olvidarlo, que cuando estaba en aquella cama, le tomaba de las manos, y estaban congeladas, a pesar de tener mantas a su disposición, la calefacción puesta…Él tenía frío. Tenía frío dentro, cada movimiento suscitaba en él un insoportable helor gélido, toda la sangre que su corazón intentaba bombear no era más que un humor álgido, que casi no podía moverse sin ese costoso empujón; y en aquel momento las tenía calientes, sus dedos, las palmas, estaban ardiendo. El simple hecho de haber salido afuera, sentir el exterior en sus carnes, lo había cargado de vida, y de optimismo, y de alegría. Caminaba, se giraba para sonreírme, me contenía en sus brazos cálidos, me besaba tanto, tanto, y una lágrima, una sola lágrima se deslizaba por mi mejilla, confundiéndose con el agua de la lluvia. Ignoro si eran de impotencia, de dulzura, de satisfacción o de amargura; sólo sé que eran lágrimas de amor. Volvimos a pasar por aquella calle destartalada, llena de yonkis por las esquinas, tan decadente, tan antigua, tan triste, mas esta vez íbamos juntos, y sin la guitarra, la cual ya nos esperaba en casa.

Con las llaves que guardaba en el bolsillo izquierdo de la parte de delante de su pantalón vaquero negro abrió la puerta de entrada, profiriéndome un beso sobre el cuello para que fuese la primera en entrar. En el momento en el que crucé el umbral, y la puerta se cerró, espalda contra pecho, una ráfaga de pasión cruzó todo mi cuerpo como un estruendoso rayo, haciéndome estremecerme entre las serpientes húmedas que me contenían, que rodeaban mi cuerpo con tanta vehemencia. Un solo gesto, me giré rápidamente para poder contactar con su rostro, escudriñarlo en un golpe de vista, en una respiración jadeante, en un instante de silencio. La ropa comenzaba a pesar.

La oscuridad. Las serpientes se deslizaron por mis caderas, reptaron por mi torso, deseosas de buscar el lugar más inicuo donde inyectar su tóxico veneno, que traía consigo sangre agitada, saliva y esperma. Poco a poco mi pecho dejó de sentir esa presión, y en cambio notó una ráfaga fría de curiosos dedos de guitarrista. Mis hombros pronto se libraron de una pesada carga, dejándola caer, en tanto que ahogándome en besos me dejé dirigir hacia atrás, más atrás, más atrás, hasta que mi espalda notó el rugoso tacto de la dura inerte pintura. Mis uñas se engarzaron en la lana que tanto debía estar pesándole, tanto como un enormísimo bloque de hierro encima del corazón, arrojándola bruscamente al vacío de la noche, todo lo lejos que unos brazos deseosos de un cuello en el que aferrarse les permitieron. Una caricia perfiló mis pechos y los liberó de la húmeda opresión del sujetador negro, dejándolos a merced del aire, de sus dedos, y de cualquier serpiente que quisiese morderlos. Pronto su camisa cedió a la ley de la gravedad con un solo movimiento de hombros, y la ayuda de unas manos intrusivas. Y luego mi pantalón, su pantalón, fueron tan deprisa, tanto como un latido suspendido en el tiempo. Un gemido que se escapó de unos labios pálidos, que contuve en unos más rosáceos, más gruesos, haciéndolo mío, respirándolo, inspirándolo, espirándolo, expirando. Por un momento me mantuve inerte mientras mis bragas mojadas caían al suelo, mostrando ante él un sexo mucho más colmado, lleno, repleto de ácido del aguijón de la punta de los dientes de una cobra rabiosa. Las escamas del curioso áspid lacerado rozaron mis caderas en un deseo irrefrenable, un lúbrico impulso, que provocó en mí haber agarrado los bóxers de su dueño, y con fuerza tirar hacia abajo, hacia las rodillas huesudas, hasta poder sentir aquella calor de vida y gozo y amor hirviendo como ríos de lava. Mis labios se aferraron a su clavícula, besándola, con ansia, con agitación, jadeante, bajando, arqueando la espalda hacia su pecho, orientando mis besos hacia su pezón latente, rodeando la aureola con saliva llena de todo resto de tristeza. No, mi amor, creí oír, un gemido y sus manos presionaron mis riñones manteniéndome erguida. El veneno de sus ojos me mantuvo mansa, más ligera, ligera de equipaje, de todo aquello que me preocupaba, disipándose todo al tiempo que se expandía el esplendor de sus ojos, corría por mi sangre como corren los caballos a trote. Acerqué mi pelvis a la suya, un golpe, ¡pum! Y entró dentro. Sus dedos arañaron la piel de mi trasero, indicándome el camino al lecho, mas clavé las uñas en sus hombros, obligándolo a mantenerse en la misma posición, así, podía sentir su calor mucho más potente, su respiración tan apasionada, tan deseosa del néctar que mi sexo guardaba en su interior. Alcé la pelvis, engarcé mis piernas con las suyas, y empujamos ambos a la vez hacia dentro. Lava comenzó a arrasar mi ingle, haciéndola abrasarse, ahogar un grito en el que pudiese recitar el poema más emocional del mundo con un simple ah. De los pulmones de Sergey se escapó un leve gemido, incliné el rostro y lo besé, le pasé mi aire, le susurré mis chillidos, y una nueva embestida, una ola de fluidos corriendo por mis piernas, y ahora no valía detenerse. Y otra, y otra, al fondo, muy al fondo, donde una guarda la esperanza y el peligro, y otra, más, conmino sobre sus labios en silencio, ni siquiera tengo tiempo de seguir respirando. ¡Más! El cuerpo todavía empapado por la lluvia, podría beber de ella hasta la saciedad si el vaso que la contuviese fuese el cuerpo de vidrio de Sergey. Él relamió mi barbilla, se detuvo por un momento, no podía respirar, no podía, no podía, pero también necesitaba más, ¡más! Un golpe más de cadera, y sin tiempo a reaccionar una cadena interminable que parecía atarnos a los dos. Uno al corazón del otro…La habitación se quedó en silencio. La cobra había descargado ya todo su veneno. Y él, y yo, estábamos, por un momento, muertos, bocas entreabiertas queriendo decir algo que tuvimos que anegar, los ojos clavados fijos, como navajas, como dardos, en llamas. El pecho inmóvil, uno contra el otro, solamente el latir de dos corazones acompasados, golpeando violentamente, querían perturbar el silencio con sus presencias. Y de repente, en un suspiro, nos dejamos caer en los brazos del otro. Apoyé mi oído en su pecho y pude sentir todavía la lluvia…

2 comentarios:

  1. Wow... me has dejado sin palabras. Es uno de esos capítulos que te parecen llenar por dentro de una emoción totalmente inexplicable.

    Jeje, bonita manera de celebrar la vuelta casa :3

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  2. Ah, mi fiel lectora, adoro leer tus comentarios, me animan a seguir escribiendo <3
    Sé que he estado en un gran parón, pero ahora voy a ir de prácticas al hospital (más concretamente iré a la planta de leucémicos) y recolectaré información y mucha inspiración para continuar con la novela :D

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